/ Elena María Molina
“Ir hacia sí mismo, hacia el mundo interior, amarlo, es esa la vocación para sentirse uno en esencia, y múltiple –¡locura que nos habita!– en las personas que también son únicas, ‘distinguidas’ las unas de otras pero no separadas de ellas”. (La vocación del hombre 2. Edición 613).
Cada vez que uno se toca con el alma, ella sonríe. Por eso hay que hablar de la locura divina que nos reside, para dejar las zonas de confort y siempre ir más allá. Sí que es alentador entender, en ese sentido, la locura de este mundo como sabiduría ante Dios.
Todo se mueve, todo cambia, todo evoluciona, esa es la alianza que el hombre realiza en el momento de encarnar. Ir hacia. Ir hacia el principio, hacia la unidad, hacer semejanza. Y si debemos hacerla es porque somos otros diferentes a Él. Grabada está su imagen en la semilla, en nuestra semilla, como la del naranjo para serlo y dar naranjas; en nosotros la divina para devenir uno, Dios. Para hacerlo y para serlo hay que sentir la esclavitud, la servidumbre de la vida cotidiana, de las necesidades que nos imponemos, hay que salir de ella, atravesar desiertos, querernos devolver porque nos incomoda la libertad, adorar becerros de oro, escuchar la voz, y al fin llegar a la tierra prometida.
Nuestra fuerza proviene del árbol de la vida, de su savia que nos nutre e invita a hacer crecer en nosotros el árbol del conocimiento. Cada noche, y en la oscuridad, ella desciende y crecemos, y es en la claridad y en el día que nuestro árbol del conocimiento puede reverdecer y dar frutos. Esos dos árboles son como un circuito infinito, una lemniscata que canta lo creado. Un himno nocturno como el que se escucha cuando entramos en un bosque y la vida se siente y se escucha brotar a cada paso.
La vocación del hombre es dar frutos, es ser el fruto de su árbol del conocimiento que erróneamente lo llamaron del bien y del mal. Del árbol de lo que vamos aclarando y lo que aún debemos aclarar, de la luz y la oscuridad, del consciente y del inconsciente. Y la ley del crecimiento por supuesto es aceptar y realizar las mutaciones que un árbol en su crecimiento exige. Para esto me parece importante utilizar la lengua una, la que se hablaba antes de la torre de Babel, donde la palabra vida, haï, es barrera. O sea que vivir es ir atravesando barreras e ir integrando las energías que esas barreras suponen para llegar a una mutación… y otra barrera, otras energías a integrar, otra mutación. Las que nos habitan y vemos mejor en los otros que en nosotros mismos. En el mito, misterio judeo–cristiano, son los animales-energías, que como a Adam nos los ponen al frente para nombrarlos, para domarlos (para domarlos hay que entenderlos, verse en ellos, no como ellos). Suponemos, entonces, que la vida y el misterio que ella encierra tiene como principio y fin integrar un inmenso potencial de animales-energías. Locura de la multiplicidad para llegar a ser uno, a la unidad.
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