La menos educada

 

Un amigo antropólogo inició no hace mucho su carrera como profesor de colegio. Al llegar a la institución descubrió que, además de las materias propias del área social, sus superiores -y sospecho que hasta el barrendero, envalentonado por el hecho de ser mi colega apenas un neófito- tenían para él otras destinaciones: las asignaturas de informática, educación física y artística. Después de una semana traumática nuestro buen hombre logró probar que era un asno para los computadores, y fue relevado de la materia informática. En reemplazo le endilgaron unas horas de inglés, que él combina con los temas de la ciencia política, los dibujitos y los ejercicios en el patio. El antiguo profesor de educación física era graduado en lenguas extranjeras, y le cubría la espalda al verdadero licenciado en educación física, ocupado por estos días con la cartera de matemáticas. Mi amigo sospecha que en poco tiempo estará a cargo de la legua castellana, e incluso puede ser que lo nombren psicoorientador o administrador de la tienda. Amanecerá y veremos.

También conozco, por informes que han llegado hasta mí de la mejor fuente, el caso de cierta institución asolada por un tiranuelo que, vaya uno a saber cómo, ganó un concurso público para ser rector. Al parecer, el monarca imagina que sus funciones se limitan a pasearse por los corredores, organizar fiestas, besuquear a las alumnas y dárselas de pavo real en las reuniones inútiles con que estorba la cotidiana labor de los profesores. Se han elevado quejas de todos los colores, se han celebrado críticas entrevistas con altos funcionarios y han ido y venido dramáticas cartas de profesores, padres y alumnos: todo inútil, como si nunca se hubiera dicho o se lo llevara el viento.
Extraño mundo es el de la educación pública básica: lo tapizan los buenos propósitos y las frases grandilocuentes (hay que recordar, por ejemplo, aquella de “Medellín, la más educada”), pero en su desnuda realidad lo que se ve más nítido es el caos, la desmaña y la peor de las indolencias, fácilmente demostrables con solo mencionar hechos como el salario quijotesco asignado a los profesores enganchados en los últimos años, la dotación paupérrima de bibliotecas que más parecen quioscos o la demente pérdida de tiempo por culpa de teatralidades insípidas que algunos ven como ejecuciones de alta pedagogía. Nada de eso, sin embargo, es visto en las solemnes sedes administrativas: allí, donde todos fuman el opio de los estándares de calidad y los indicadores de logro, la vida cotidiana en escuelas y colegios se reduce a legajos de papelería hipócrita, diligenciada con el taimado lenguaje de las respuestas ideales y, después, quizá solo leída por un archivero solterón o por los ratones (pero no los de biblioteca escolar: esos son irredimiblemente analfabetos).

Provoca infinita compasión escuchar a ciertos padres de familia; por ejemplo, a uno de esos humildes gigantes de manos con callos y camiseta avinagrada por el sudor, que, con toda seguridad, hablará orgulloso de la educación de su hijo y de lo mucho que espera de él. Pero es muy posible que, mientras el esforzado padre se derrite vendiendo rosquillas al lado de un semáforo, su hijo reciba la clase de informática en un computador desconectado, tenga que cambiar una sesión de matemáticas por un discurso político disfrazado de conferencia o deba aceptar a mi amigo como profesor de geometría. A pesar de las frases de cajón, es forzoso reconocer que, a veces, tener la oportunidad de estudiar es un verdadero infortunio.

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