Hemos vivido unas semanas turbulentas y las que vienen no serán muy diferentes. La sociedad colombiana está en ebullición a un grado que poco se había visto. La gente detecta y consigue enemigos con mayor facilidad, la gente toma partido de manera impulsiva y agresiva.
Y en buena parte por desconocimiento. Cuando uno sabe poco de un tema, lo despacha fácilmente con dos brochazos, únicamente se está en capacidad de definirlo como blanco o negro, correcto o equivocado, aliado o rival…
Con qué facilidad y certeza el ignorante –o, si se quiere, el no tan bien informado– juzga y condena a quienes tienen actitud diferente sobre algún asunto sensible. Con qué facilidad y certeza los define como enemigos, como el objeto de su odio y venganza.
Aquel que solo ha escuchado y leído lo que afirma una orilla del debate y no conoce, porque no puede o porque no quiere, puntos de vista opuestos, tiene una alta probabilidad de radicalizarse.
Uno de los casos más frecuentes es el de la comunidad LGBTI. Para los heterosexuales es fácil denigrar de ellos, sobre todo cuando se ven a lo lejos, como un grupo abstracto, sin nombres propios. Nosotros, aquí, totalmente buenos. Ellos, allá, totalmente malos. Hay que mantenerlos a distancia y, cada que se pueda, humillarlos.
Pero si en la familia o entre sus amigos cercanos aparece un caso, la cosa puede cambiar. Hay más conocimiento y sensibilidad ante la situación, hay más contexto y matices, del brochazo grueso se pasa a la pincelada fina.
El otrora intransigente puede concluir que son diferentes de lo que creía, que son personas multidimensionales, con mucho qué aprenderles. Empieza a valorar sus derechos y sueños e incluso puede pasar a defenderlos contra la intolerancia e incomprensión de las mayorías ignorantes o insensibles.
Cuando se dio el cierre de la frontera con Venezuela hace un año, cuántas personas del resto del país pusieron por delante su odio y reclamaron de Colombia una respuesta inmediata y fuerte, ojalá militar, para detener el abuso y darle una lección al gobierno del país vecino.
Sin embargo, para el habitante de frontera, la cosa no era tan sencilla, había muchas más cosas en juego, había un conocimiento pleno y por tanto una opinión más matizada. Sus vecinos de frontera tenían rostro, nombre y apellido, había que actuar de manera más controlada y sutil.
Y en cuanto al proceso de paz, no deja de ser llamativo que las comunidades que más han vivido la guerra, las que más víctimas han aportado a lo largo de tantos años, en lugar de ser las que más reclamen venganza, parecen ser las más dispuestas a pasar la página y perdonar a sus antiguos verdugos.
Caeremos en la tentación fácil de afirmar que están equivocadas, atemorizadas, son ingenuas sin remedio, no entienden con quién estamos tratando ¿Les habrán lavado el cerebro o, simplemente, estarán exhaustas?
Vivir en medio de la guerra, como les ha tocado a tantas poblaciones remotas en Colombia, al parecer da una perspectiva diferente a la que tenemos en las ciudades. Es que para muchos de nosotros en El Poblado el conflicto colombiano ha resultado una guerra barata y lejana, como si tuviera lugar en otro país. Tal vez por eso para tantos sea tan fácil despacharla en dos brochazos.
Y si tuviéramos un hijo, hermano o padre en el Ejército, qué pensaríamos? Y si no unos pocos sino muchos de entre nosotros los tuviéramos, ¿cómo cambiaría nuestra sensibilidad? No lo sé. Solo sé que tendríamos una opinión diferente, quizá mucho más prudente y matizada.
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