/ Elena María Molina
Llenos de contradicciones, con facilidad perdemos la fe, o al menos eso decimos, y por ese embudo se van también nuestras creencias.
Me uno a Bachelard, quien piensa que el hombre necesita soñar el mundo y comprenderlo. Necesitamos de ambos para creer. “Toda comprensión es un sueño superado”, dice el filósofo y teólogo Bertrand Vergely. Los sueños y las intuiciones fundamentan los conceptos y a partir de ahí llegamos hasta la ciencia.
Buscamos certezas; sin embargo, las certezas nos inquietan porque creer no significa estar en lo cierto, pero al menos permiten la vivencia de la reflexión, de la vida interior, de la mirada íntima que nos despoja de prejuicios para expresarnos y entendernos. Eso es un acto de liberación personal, porque admite la escucha y evita los fanatismos que buscan persuadir al otro desde nuestra propia inseguridad. El fanatismo siempre está poblado de violencia.
Me encanta cuando se habla de fe desde la certeza individual que nace del diálogo interior y un sí a lo comprendido. Siento que ese es el camino de la espiritualidad que deja de lado lo pasivo de lo cotidiano para ingresar en un flujo intenso de la vida activa. Cada cual lo siente o lo va a percibir como un llamado apasionante sobre su mundo interior que permite sentirse vivo.
Eso significa apertura a lo nuevo. La aventura interior es la gran aventura, porque nos remite a lo más profundo y ahí nos remite al mundo, a todo lo creado que en él se manifiesta. Del pequeño yo individual, a lo universal. Es ahí donde se nos permite entender que todo vive de una forma diferente, que todo vive. Y la fe está en eso que vive y se manifiesta cuando nace, brota desde el interior, desde lo íntimo, y nos llena, nos alienta y tonifica.
Tenemos sed de certezas, sobre todo frente a nosotros mismos, y solo las encontramos en el camino hacia nuestro interior. Que esa sed infinita se mantenga, persevere, que así sea, para que ese flujo de pasión del conocimiento de nosotros mismos nos conecte con todo lo creado. De lo contrario, vamos a caminar sin rumbo, vamos a errar, buscando afuera en esta realidad que solo nos puede llevar y llenar de espejismos, de esas certezas con las que no resonamos porque nada tienen que ver con nuestro ser interior.
Lo que se nos comunica y lo que comunicamos tiene dos aspectos: uno es la forma de hacerlo y el otro las palabras, que se quedan cortas y se convierten en obstáculos. ¿Quién puede entendernos? Adicionalmente, lo que decimos y lo que trasmitimos siempre va cargado de lo que sentimos como individuos y como seres sociales. Por eso solo lo que proviene del interior es válido y nos toca, porque es vida con tintes que en todos están, como la creación toda, en el interior de cada ser humano.
Lo que expresa vida nos conduce a la fe tradicional, nos despierta, y por momentos a ella nos aferramos. También nos anclamos a esa otra fe, que es la misma desde otro lado, la que nace de la pregunta, de la lucha y que al tocarse con lo íntimo se toca con el Verbo que en nosotros encarna y vive.
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