Alguna vez le preguntaron al primer ministro de China sobre la influencia de la revolución francesa (1789). “Es demasiado pronto para sacar conclusiones” respondió Zhou Enlai.
La democracia consiste en una forma de organización política donde los ciudadanos detentan el poder. Según la citada fórmula de Abraham Lincoln, sería el gobierno del pueblo, para el pueblo, por el pueblo. Si atendemos a esas definiciones exigentes, ningún Estado podría preciarse todavía de ser realmente democrático, pues la desigualdad de poder entre los ciudadanos es flagrante en todos.
En consecuencia, la democracia sería una utopía, según la acepción filosófica de este término. Para el sentido común, utópico se asimila a ilusorio, imaginario, irrealizable, imposible… Si nos referimos a su definición filosófica, la utopía es una construcción teórica, rigurosa, de un proyecto orientado por un ideal al que se pretende llegar en un futuro posible, pero lejano e incierto.
Cabe preguntarse con Eduardo Galeano, ¿para qué sirve la utopía? “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá”. Para Galeano la utopía “sirve para caminar”, para indicarnos la vía.
Cuentan que alguna vez le preguntaron a Zhou Enlai, primer ministro de China (1949 – 1976), sobre la influencia de la revolución francesa (1789), a lo que este habría respondido: “Es demasiado pronto para sacar conclusiones”. La cultura china conoce y acepta los tiempos largos que las utopías requieren. Hasta el siglo XIX, la esclavitud era para las élites de los países coloniales un estado normal, propio de la desigualdad que reina en la naturaleza. Las tentativas para abolirla eran consideradas utópicas. Hoy, la esclavitud es vista como una aberración de la humanidad.
Propongo pensar la democracia como un proyecto que algunos Estados y culturas toman más en serio que otros. Imaginemos una pirámide de democracia. En el fondo, situemos a Estados como Arabia Saudí, donde las carencias democráticas afectan a la inmensa mayoría de la población. En ese país las mujeres necesitan el permiso de sus tutores masculinos, que pueden ser el padre, un hermano o incluso un hijo, para casarse, divorciarse, abrir una cuenta bancaria o ser operadas. Por demás, allí los ciudadanos no pueden elegir a sus gobernantes que deciden sin ningún control, las políticas que los afectan.
Existen otros países que se ubican hacia la cúspide de la pirámide. En ellos el poder está mejor repartido y hay un mayor control político y ético sobre el comportamiento de los gobernantes. Uno de los casos ejemplares en esta categoría sería Suiza. No pretendo que sea el país más avanzado en este dominio, pero es el que mejor conozco por haber vivido y trabajado allí durante varios lustros.
Abordaré en una próxima columna algunos aspectos del quehacer político en Suiza, para mostrar cómo su sistema podría permitirle alcanzar una democracia más acabada en algunas generaciones. Aunque no es posible “exportar” el modelo suizo a otros contextos, conocerlo puede inspirar otras vocaciones democráticas.