Durante mucho tiempo los barrios construidos en las laderas de Medellín no estuvieron en el imaginario de los habitantes de la ciudad. Tuvieron que ocurrir tragedias naturales y sociales para que volviéramos a mirar hacia esas montañas.
Hoy no cabe duda de que los tiempos han cambiado y la vida en la comuna 13 ha vuelto a florecer
Una vez por semana voy a visitar a mi madre que vive en una de las casas que todavía no se han convertido en oficinas o en residencias de hombres solos en el barrio Prado. La gente le dice Pradocentro, como si fuera necesario diferenciarlo del corregimiento San Antonio de Prado. Es una costumbre nueva, pero al fin y al cabo ya es costumbre.
La visita siempre empieza con una sesión de crucigramas porque ella guarda el cerro de periódicos que aún no ha logrado derrotar. Mi mamá no se rinde fácil ante los crucigramas y tampoco acude al señor google para cumplir su tarea. Después de que se agotan mis conocimientos y cuando ya no soy capaz de hacer más atajos para adivinar palabras, pasamos a la mesa y comemos y conversamos.
A veces voy los lunes, otras veces los martes o los miércoles o cualquier otro día. Es una manera de no repetir menú porque la de ella es una casa con tradiciones y eso significa que cada día de la semana tiene un sabor, una cadencia, una rutina. Un miércoles de principios de 2015 estaba comiendo la torta de plátano que acompañaba a unos rollitos de carne atados con tiras de tocineta cuando oímos un llanto que venía de la cocina. Miré a mi madre que dudaba si desafiar su dieta baja en grasa o resignarse a tomarse la sopa insípida que tenía al frente.
Fui a ver de qué se trataba y encontré a Lorenza recostada contra el poyo temblando como una niña. No pude entenderle lo que decía en medio de los sollozos. Hablaba de un hijo y de un hermano y, por lo que deduje, ambos estaban en guerra pero en bandos contrarios.
Mi mamá me lo explicó todo. Lorenza vivía en la parte alta de la comuna 13 y tres de sus hijos habían terminado envueltos en una guerra que de alguna manera es la misma que desde hace más de veinte años han sufrido los habitantes de esos barrios del occidente de Medellín.
Ese día, después de comer, nos fuimos con Lorenza para una habitación a la que le pega el poniente. Desde allí miramos hacia el barrio donde vive con los hijos que le quedan y ella nos contó cómo había llegado al sector.
El origen de la tristeza
—Yo vivía en Buriticá y pude haberme quedado con mis hermanos que son mineros. A ellos les va muy bien con eso del oro. Pero conocí al papá de mis hijos que era de Mutatá y nos vinimos para Medellín. Yo lo seguía a él para donde me dijera. Y como él era pobre entonces todos éramos pobres, no importaba que mis hermanos sacaran oro en las minas de Buriticá. Por eso buscamos casa en un barrio donde pudiéramos pagar arriendo y fuimos a dar a Belencito Corazón. Vivimos en muchas casas. Nos pasábamos de una para otra y así casi nos recorrimos todo ese sector. Mis hijos se criaron como pobres y se hicieron amigos de los otros muchachos del barrio. Ah, y mi hermano menor se vino de Buriticá a vivir con nosotros. Esa fue mi desgracia.
Los hijos de Lorenza crecieron como pudieron en medio de las demostraciones de poder de los combos y por esas cosas del azar Yeison quedó en un lado y su tío en otro. Lorenza lloraba porque su hermano había señalado a Yeison como responsable de desplazamientos forzosos, de extorsión y de secuestro y la policía lo había capturado junto con todos sus amigos. Ahora estaba en la cárcel de máxima seguridad de Pedregal. Lorenza nos dijo que allí corría peligro de muerte porque en la misma prisión se encontraba el asesino de su hijo mayor. Lorenza lloró hasta que se quedó dormida sentada en un taburete al lado de la ventana por donde se veía su barrio como una mancha rojiza al otro lado del valle. El sol de las tres de la tarde le había secado las lágrimas cuando mi mamá y yo nos despedimos.
El llanto de Lorenza tenía un significado especial. No se trataba solo de una madre que llora porque su hijo está en una cárcel en medio de asesinos. Era un fragmento más de la historia de la comuna 13 que todavía no se acaba.
La 13
En siete kilómetros están concentrados 136.689 habitantes de 19 barrios construidos en las lomas del oeste de la ciudad. Muchos llegaron echados por la violencia y la pobreza y debieron vérselas con urbanizadores piratas que les vendieron con tal de que, después del tira y afloje de policías y colonos, pactaran con el gobierno municipal los términos para dotar de servicios públicos los terrenos afectados.
El origen de estos barrios explica en parte el trazado irregular de las vías que revela cómo cada familia iba levantando muros. Luego, el vecino de más arriba trataba de emular al anterior hasta que fueron llegando a alturas desde donde miraban juntos hacia la ciudad esquiva. El filo de la cordillera era el límite. Más allá estaba el río Cauca con sus pueblos ribereños, con las historias de mineros, esclavos y grandes señores. Y mucho más allá estaba el mar.
La tacita de plata
Durante varios años el imaginario de Medellín consideró a la ciudad como una tacita de plata. La forma que le dan las montañas y el orgullo de las calles limpias confirmaban esta figura. La gente veía lo que quería ver y en esa visión no aparecían los barrios construidos por los desplazados de la violencia. Tuvieron que pasar muchas cosas en Medellín para que los ciudadanos del común despertaran y vieran la realidad de frente.
Los primeros avisos vinieron de las laderas. Deslizamientos de tierra sepultaron a decenas de habitantes que habían construido sus casas en esas lomas como único recurso para establecerse en la ciudad. Cada tragedia era un campanazo que trataba de decirles algo a los medellinenses de todas las condiciones. Era una forma de obligar a la gente a mirar hacia las montañas y aceptar que había una nueva Medellín, desconocida para muchos, con sus propios dramas, con sueños de progreso pero sin mayores oportunidades de salir de la pobreza extrema.
Por allí pasaron los grupos en armas del narcotráfico y los otros que los combatían. También pasaron las milicias populares de las guerrillas y los otros que los perseguían. Mientras tanto la gente de la ciudad no se daba cuenta de lo que ocurría en el vecindario.
Orión
Pero el miércoles 16 de octubre de 2002 todo el mundo en Medellín supo lo que estaba pasando en la 13. Los medios de comunicación informaron que en la parte baja, en el barrio Santa Mónica de la vecina comuna 12, se había instalado un puesto militar desde donde se controlaban las acciones. La gente de la parte alta quedó en medio del fuego cruzado de la que sería la operación militar más devastadora de la historia reciente de la ciudad. Las cifras oficiales reconocieron entre 11 y 18 muertos pero nunca se supo cuántos fueron los desaparecidos.
Esa operación, en la que participaron el Ejército, la Policía y la Fuerza Aérea además de grupos armados interesados en combatir la presencia de las guerrillas en el sector, dejó una honda huella en los habitantes de la comuna que también llevan quienes en el momento de la guerra eran unos niños, e incluso los que nacieron después de los hechos que nadie ha podido olvidar.
Los elegidos por la mala suerte
La vida de esta mujer es un calvario. Deberías escribir sobre ella, me dijo mi madre mientras Lorenza servía la sopa de arroz con carne molida y tajadas de plátano maduro de los viernes.
Tal vez sea cierto que haya personas a quienes persigue la tragedia. No sé si algún día encuentre una explicación, mientras tanto pienso en otra gente con mala suerte y nadie se acerca a lo vivido por Lorenza.
—Mi hermano es vicioso, no lo puedo negar. Todo el mundo lo sabe en el barrio. Se mete en problemas porque amenaza a la gente, se va de las cantinas sin pagar, vende vicio, mete vicio y por eso no quiere a mi Yeison que es un niño bueno. Mi niño trabajaba en Sofasa donde era draibolero*. Allá todo el mundo lo quería y en el barrio también.
La voz de Lorenza empezó a flaquear otra vez y las lágrimas le hicieron correr la rayita negra que se pinta alrededor de los ojos. Pensé en ella parada frente a un espejo quebrado maquillándose en la mañana antes de salir para Prado a trabajar en la casa de mi madre. Tal vez en esos momentos repasa su vida y piensa en sacudirse de la mala suerte que le ha hecho perder a cuatro de sus hijos. Al mayor, que vino con ellos desde Buriticá y fue asesinado a los veinte. Al segundo, que nació en la 13 y el azar lo empujó a la guerra de combos de donde no pudo salir nunca más. A la tercera, que no se salvó en un accidente de carretera en el que la única víctima fue ella. Y ahora a su niño Yeison, encerrado en una cárcel. Lorenza todavía tiene fuerza para pintarse los ojos antes de salir a la calle.
La 13 de hoy
Un sábado de fríjoles le dije a Lorenza que me gustaría saber más de la situación actual de la comuna 13.
—Si yo pudiera olvidar lo que sé de mi barrio sería feliz. No sé por qué a usted le interesa preguntar cosas que ya pasaron.
De alguna manera ya estaba involucrado con la historia de Lorenza. Cada vez que iba a visitar a mi madre me cruzaba con ella y siempre le hacía las mismas preguntas sobre su niño que está preso. Yo quería saber que hay otras opciones y que no todo es tragedia en esa parte de Medellín. Entonces hice un plan de búsqueda de nuevas voces que tuvieran una visión más optimista de aquel universo escogido por la violencia. Fue así como me encontré con una casa morada, un sembrador, un rapero y mucha historia.
La Casa Morada
Cerca de la estación San Javier del metro hay una casa de muros morados que sobresale en la cuadra de viviendas de clase media. De las paredes cuelgan plantas sembradas en botellas grandes de gaseosas que parecen barcos flotantes, otras se amontonan en macetas en el antejardín. Los muchachos del sector se acercan y entran confiados como si se tratara de un lugar propio. En cierta forma lo es. Allí opera la fundación Casa de las Estrategias, una organización no gubernamental que promueve el arte y trabaja por disminuir la violencia y conseguir modelos de sostenibilidad. Cada semana hay cursos de poesía, de canto, de narrativas, de diseño con herramientas para la web, hay cine y sesiones de dibujo. Lukas Jaramillo es uno de los fundadores con Juan Diego Jaramillo. Lukas es politólogo de la Universidad de Los Andes especialista en Resolución de Conflictos y Juan es economista con maestría en Estudios Culturales. Ellos han tejido una red en el barrio que les permite entender su trabajo como parte de la vida de la gente que se acerca a la que denominan Casa Morada.
Cuando Lukas supo que yo andaba preguntando sobre la vida actual de la comuna 13 me sugirió que hablara con el AKA. Lo encuentras aquí mismo, me dijo. Luego me aclaró que se trataba de un joven rapero que estaba viviendo en la Casa Morada como parte de un programa de residencias artísticas creada por ellos mismos. Hicimos el contacto y programamos una reunión en la casa, pero el AKA me advirtió que debía llegar temprano y sin afanes porque después de mis preguntas vendrían las de ellos.
Llegué cumplido y entré como si fuera uno más de los visitantes habituales. El AKA me vio pero siguió hablando con unos chicos que lo rodeaban. Llevaba un pañolón rojo de pepas blancas en la cabeza. Dos aretes grandes en las orejas. Se veía como un gitano blanco y dulce en medio de los muchachos que le hacían preguntas sobre una canción que estaban ensayando. Una mujer mayor permanecía a su lado y de vez en cuando él le dirigía la mirada para que hablara. Después de unos minutos disolvió la reunión y se acercó a saludarme.
Ese día supe un poco más de la comuna 13 de hoy. Debía acostumbrarme a que las personas mayores de quince años siempre mencionan su experiencia en los tiempos de Orión. Después se sintonizan de nuevo con el presente. AKA había sido muchas cosas antes. Ahora es un sembrador. Por la violencia me tuve que ir de la parte alta de la 13 donde me había criado. Llegué a donde tenía que llegar y allí aprendí a sembrar, me dijo, para empezar la conversación que tenía un tinte de datos cifrados.
La mujer que lo acompañaba me mostró un video en su celular. La llamaban la Mamá Rapera. Cantaba y gesticulaba como los raperos de verdad. Se veía extraña esta mujer, vestida como cualquier señora del barrio, cantando la canción de la que estaban hablando cuando llegué. Esto lo hice gracias a él, dijo, y le puso la mano en el hombro al AKA que apenas sonrió y después se despidió de todo el grupo para que pudiéramos hablar en calma.
Después de oírlo esa noche hablar de música y del movimiento hip hop de la ciudad, al día siguiente regresé a que me contara más cosas de su vida de sembrador. Entonces recorrimos los alrededores de la Casa Morada y me mostró las matas que cultivaban los muchachos en las mangas. Me habló de las virtudes de cada una como si estuviéramos en una clase de botánica en el colegio. Arrancaba hojitas, las acariciaba con sus manos gruesas y me las daba para que sintiera el aroma. Al pasar por el cementerio de San Javier me mostró otras botellas abiertas en un costado y colgadas en los muros en sentido horizontal. Cada una tenía sembrada una planta y escrito un nombre en la superficie.
—Nosotros sembramos y la gente viene y escribe los nombres en silencio. Es un ritual.
Kolacho
El AKA mencionó varias veces a un rapero asesinado en la 13 y así supe de la existencia de otro colectivo similar al de la Morada que tomó el nombre del joven músico. Una amiga me hizo el contacto con Jeihhco, líder del grupo de rap C15 que está muy ligado a Casa Kolacho, y nos fuimos para el centro de la ciudad a reunirnos con él.
Nos citamos en el Ástor de Junín. Llegamos un poco antes porque mi amiga me dijo que Jeihhco no conocía ese sitio que era el preferido de las señoras en una época todavía reciente de Medellín. Ellos no son del Centro, me dijo mi amiga, tatuada en los brazos y en los hombros, sonriente y alegre porque íbamos a hablar con una especie de ícono del hip hop.
Jeihhco llegó tarde luego de dos llamadas que le hizo mi amiga para orientarlo. Lo vi entrar y pensé que era enorme. El contraluz no me dejó verle la cara pero reconocí la figura de los raperos con su gorra grande y esa forma de caminar rítmica. Café con leche y milhojas. Tinto y tinto. Los tres estábamos listos para hablar de Kolacho.
—El parcerito se oponía a toda clase de violencia. En ese tiempo la Alcaldía daba una plata para que los jóvenes se salieran de la guerra y se pusieran a hacer cosas útiles. Kolacho denunció que los pillos aprovechaban ese billete para comprar armas y vicio, entonces lo mataron.
Jeihhco no cree que las muertes de los raperos que se multiplicaron en la comuna 13 haya sido una operación calculada para acabar con el movimiento musical de denuncia. Antes de 2000 habían asesinado a una decena de muchachos vinculados con el hip hop. Jeihhco recuerda algunos nombres y apodos:
—Andrés Medina, Chelo, Yhiel, El Gordo, El Duke, La Garra, Muletas y, claro, Kolacho. Todavía me acuerdo que yo estaba trabajando el día que mataron a Kolacho y tenía apagado el celular. Cuando lo prendí como a la una de la tarde vi una cantidad de llamadas perdidas de varios parceros. Ahí me enteré de lo que le había pasado. Entonces cogí un taxi y me fui pa’l barrio. Allá lloramos todos abrazados.
Y abrazados salieron de esa sin caer en la tentación de responder con violencia, pienso yo, mientras lo oigo hablar con la tristeza recorriéndole la cara grande y bonachona. Jeihcco dice que la muerte siempre es una posibilidad cuando se vive en un sector con tantos problemas como la comuna 13 de Medellín pero confía en que los niños de hoy, incluido su hijo Juan David, vivan un presente mejor que el que les tocó a los de su generación.
Tiempo de soñar
Oír a Jeihhco hablar de los niños me despertó la curiosidad por saber cómo viven, qué piensan, qué sueñan. De nuevo fue Lukas el que me tendió un puente. Me invitó a conocer a un grupo de chicos de la Institución Educativa Pedro Justo Berrio en el barrio El Salado. Todos los miércoles voy y tenemos un taller de creación de historias, me dijo. Entonces esperé que llegara el día y me puse de acuerdo con él para vernos en la Estación San Javier. Ahí tomamos un taxi que subió como una cabra de monte por las lomas estrechas que nos llevaron hasta una calle cerrada, al final de una pendiente, donde estaba el colegio.
Unos muchachos morenos tapaban la entrada. No se inmutaron cuando nos vieron llegar y ni siquiera se movieron para decirnos que la entrada era por detrás. Dimos la vuelta y también la encontramos cerrada. Lukas sabía que todo allí debía tomarse con paciencia. Regresamos al frente y ya no estaban los muchachos en la puerta. Entonces entramos y después de los saludos protocolarios a la coordinadora nos fuimos para el comedor, donde habitualmente Lukas se reunía con los pequeños escritores. Los vi entrar y acercarse sin temor a la presencia de un extraño. Se fueron sentando a mi lado y me preguntaron cómo me llamaba. Les dije, a cambio de que cada uno me dijera su nombre. Sara era una bella niña que llevaba puesta una camiseta amarilla de la Selección Colombia.
Dos santiagos, un Cristian, un Mateo, un Hernán. Los demás no fueron y no supe cuántos eran en total los alumnos de Lukas. Sara me leyó un cuento fantástico de una piedra que se convierte en pajarito. Nos pusimos a inventar historias y después de una hora estaban desconcentrados. Entonces jugamos cartas. Debíamos armar palabras. Ganaba el que primero lo lograra. Yo perdí todos los lances. Ellos celebraron conmigo y en el fondo querían que no me fuera derrotado. Sarita me abrazó cuando llegó el momento de irnos. Mateo y uno de los santiagos me cogieron las piernas y me dijeron que no me fuera. Prometí volver. Prometí no olvidarlos.
Todo puede ser mejor
Salimos del Pedro Jota y bajamos caminando. En el camino Lukas me mostró a un niño que subía y me dijo que era el hijo de Jeihhco. Iba tranquilo con sus útiles de estudio para la casa como cualquier niño de cualquier otro barrio de la ciudad. Pasamos por el cementerio y vimos las matas colgadas en botellas. Me despedí de Lukas en la esquina desde donde se veía la Casa Morada y seguí camino al metro. Iba pensando que en los últimos días había caminado por el escenario de la guerra de hace trece años, por las mismas calles en las que crecieron los hijos de Lorenza y ahora sentía que en la 13 hay mucha vida, inclusive para los perseguidos por la mala suerte
El cronista
Juan Diego Mejía
Matemático de la Universidad Nacional. Es director de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín y profesor en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Se ha desempeñado también como director de Canal U, del cual fue fundador; secretario de Cultura Ciudadana (2004-2005) y ha sido columnista y colaborador en varias revistas de circulación nacional.
Entre sus obras están los libros de cuentos Un pedazo de canción, Rumor de muerte y Sobrevivientes, y las novelas A cierto lado de la sangre, El cine era mejor que la vida, Camila Todoslosfuegos, El dedo índice de Mao y Era lunes cuando cayó del cielo.