Erramos. Aunque a decir verdad no es tan malo hacerlo, porque al atravesar desiertos, como diría Luis Enrique, encontramos lo que tenemos de cierto.
Los mitos cincelan al hombre, lo conectan con sus energías más profundas y lo mueven a reconocer las huellas por las que hay que transitar. Los mitos son como un guiño, anuncian quiénes somos y para dónde vamos. El mito es ese prodigio que nos permite humanizar a los dioses y divinizar a los hombres. Nos abre a dimensiones superiores que dan un sentido a lo cotidiano: buscar lo divino en las vivencias más sensibles y concretas para vivir la espiritualidad.
El hombre es un Dios en devenir. Pero nuestro reino no es de este mundo. Nuestra vocación es serlo a través de la misión de cada uno, de su individualidad, de su hacer.
Se nos sugiere que hay que vivir el presente y sí, pero es imposible sin raíces y consciencia de lo que traemos como linaje. Erramos. Aunque a decir verdad no es tan malo hacerlo, porque al atravesar desiertos, como diría Luis Enrique, encontramos lo que tenemos de cierto.
Vivir la espiritualidad es la tabla de salvación. La vida pasa y entiendo que la espiritualidad no hay que vivirla como una disciplina.
La espiritualidad uno simplemente la siente, se la goza. Es una chispa, una fuerza interior que se enciende y guía, es llama y es viento refrescante, es una tormenta, un tsunami y es la caricia de un ser amado para el corazón. Hay que darle espacios de silencio y escucharla, conversar con ella, consigo mismo.
Son increíbles los menús tan apetitosos (vengo también de familia de cocineros) que se nos ofrecen para llegar a ella. Hay tal diversidad de ofertas que me sorprendo. Todas son generosas y con sentido. Todas conducen “a Roma”. Ellas hablan de la urgencia de conexión interior, de la urgencia de encontrar caminos. Y haremos mucho turismo espiritual hasta que un acontecimiento, un sueño o una frase, haga ese click que conecte, avive y despierte a la bella durmiente del centro del corazón, hasta que el príncipe nos despierte.
Ese príncipe, en verdad es un principio en uno que, al ser informado de la existencia de esa belleza interior, atraviesa el bosque de nuestras confusiones y en un beso prolongado y profundo ilumina todos los paisajes interiores. Recuerdo con delicia la película de Walt Disney cuando la Bella durmiente se pincha el dedo y se duerme, cuando todo deviene gris y cuando el hermoso príncipe decide ir en su búsqueda y como todo toma vida y color cuando sus labios se tocan. Todo se ilumina, brilla, salta de gozo. La belleza del corazón, esa dama llamada la espiritualidad, seguirá siendo feliz y despierta aunque esté triste, rebelada, angustiada, dichosa y desesperada.