/ Álvaro Navarro
En esta columna, creo que en más de una ocasión, me he referido a una de las fobias que me acompañan y que provienen de mi lejana educación materna: el consumo de verduras y vegetales. En casa, si mal no recuerdo, las verduras se reducían a las ensaladas de lechuga y tomate o zanahoria rallada.
Muchos intentos, con dudosos resultados, he hecho para superar este bloqueo, pero cuando estoy en un restaurante y llega el momento de seleccionar lo que voy a comer, indefectiblemente me dirijo a las carnes, peces, mariscos, arroces o pastas, alejando de mí al némesis culinario familiar.
Reconozco que hoy no tengo dificultades con los espárragos, las alcachofas, los pimentones, la rúgula, las espinacas, las cebollas, la albahaca y dos o tres vegetales más; acepto la remolacha si ha sido cocinada como a mí me gusta (cocida en el horno, envuelta en papel de aluminio y rociada con un poco de aceite de oliva), pero dejo claro que los tomates –a no ser de que hagan parte de un ensalada caprese, o de una crema–, la lechuga y la zanahoria continúan en la lista negra de mis afectos culinarios.
Con las berenjenas he realizado varios intentos: aprendí a desamargarlas partiéndolas en tajadas, salándolas y poniéndolas en un colador, lavándolas después de un rato y sacándoles la sal para luego freírlas en aceite muy caliente u hornearlas con tomate y queso a la parmesana; o estofadas en la preparación conocida como ratatouille que es la combinación de berenjenas con pimentones, cebollas, zucchini, tomates, perejil y aceite de oliva. A pesar de estas opciones, y otras más, no logré enamorarme de la berenjena y su sabor.
Confieso que la noche en la que cenamos en Nueva York, en el restaurante pizzería Lil’ Frankie’s (ver mi columna del 5 de marzo de 2015), cuando mis amigos insistieron en pedir una ración de berenjena hecha en horno de leña, accedí por cortesía, sin ningún convencimiento, con mucha desconfianza y pensando que mejor debían estar los portobellos al horno o el plato de antipasto.
La verdad es que me tuve que tragar mi desconfianza; la berenjena, que llegó humeante a nuestra mesa, era simplemente sublime, con sabor ahumado, combinado con los del aceite de oliva, el picante de los ajíes y la sal marina. Un nuevo sabor en mi paladar, algo irrepetible en mi memoria.
A continuación comparto con ustedes la manera simple y sencilla para hacerlas en casa.
Conseguir dos o tres berenjenas pequeñas y muy frescas, que se envuelven en papel aluminio. Calentar arriba y abajo el horno, a su temperatura máxima; una vez que esté caliente llevar a él las berenjenas y cocinarlas entre 20 minutos y media hora, dándoles varias vueltas para que se cocinen parejo. Sacarlas del horno y si están blandas y colapsadas cortarles los dos extremos; si no están así, cerrar los paquetes y nuevamente ponerlas a hornear unos minutos más. Cortar las berenjenas longitudinalmente, tomando cuidado en no romper la piel por el otro lado. Abrirlas boca arriba, extenderlas y hacerles cortes no muy profundos que queden en forma de diamante.
Mientras las berenjenas se hornean, calentar un poco de aceite de oliva mezclado con pimentón molido que bien puede ser picante o dulce. Poner este aceite sobre las berenjenas partidas, agregar un poco de sal marina y finalmente ¡disfrutar del sabor resultante! Qué sabor señoras y señores, ¡qué sabor!
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Buenos Aires, marzo de 2015
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