En el mundo contemporáneo el famoso “hombre del común” no conoce, no dimensiona, no entiende la importancia de lo rural. En asuntos de cocina, lo rural es, sin lugar a dudas, el origen y la médula de las más importantes cocinas del planeta. La maravillosa y filosófica cocina china, la cromática y artística cocina japonesa; la versátil y sencilla cocina mediterránea; la ingeniosa y lujuriosa cocina árabe; las variadas y cambiantes cocinas italiana y española y finalmente la elegante y equilibrada cocina francesa son todas una mínima muestra de avatares culinarios cuyo pretérito campesino es incuestionable y más aún su presente cosmopolita.
Nuestra desconocida cocina colombiana, como todas las anteriores, goza de un origen campesino sumamente arraigado, pero a la vez sumamente ignorado. Bien sabido es que Colombia hasta mediados del siglo 20 (finales de la década de los 60) gozaba de una población que los especialistas en demografía clasificaban como un 70 por ciento campesina y un 30 por ciento urbana o citadina. Los acontecimientos políticos de los últimos 60 años “voltearon la torta”, como decimos en cocina, de tal manera que una inmensa mayoría de colombianos criados e imbuidos en las aglomeraciones urbanas, ignora de manera rampante la riqueza humana, geográfica, paisajística, ambiental, histórica y cultural de nuestras regiones. Es por eso que hoy miles de colombianos saben más de pizzas, panzerottis, sushis, tacos y ceviches, que de arepas, bollos, tamales, chichas, mazamorras y empanadas, breve glosario de genéricos culinarios que todavía continúa desconocido en muchas de las novedosas y prestigiosas escuelas de cocina que operan en más de 17 ciudades de Colombia.
Pontifiquemos: la cocina colombiana no es una sola. La cocina colombiana es una cocina de regiones y dichas regiones, en su gran mayoría, han sido, son y serán –hasta muy horneado el siglo 21– básicamente de cultura campesina. No soy impermeable al futuro y mucho menos al galopante proceso de modernización científica y tecnológica; sin embargo, gracias a mi equipaje de pensamiento “humanístico, poético y trivial”, percibo que este inmenso territorio de Colombia que llamamos país, es ante todo un auténtico continente y que, afortunadamente, sus cocinas vernáculas propias del fogón de leña, caracterizadas por sus sabores ahumado, su conservación al viento y en abundante sal, por su riqueza en cecinas, chichas, petos, viudos y amasijos de las más exóticas harinas, y en donde hoy se utiliza más de un centenar de hojas diferentes para envolver, guardar, preservar y transportar alimentos, constituyen todas una hermosa, variada y suculenta cocina campesina que algún día no muy lejano estará a manteles en las más importantes ciudades de Colombia.
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