“… Algo curioso pasó cuando llegué al final de toda esa comida: me di cuenta de que no tenía hambre. Sigo sin hambre; al menos no como antes. Por eso, después de 12 años como crítico gastronómico de The New York Times, he decidido retirarme con toda la elegancia que mi estado técnico de obesidad me permite”. Este apartado de la columna del crítico gastronómico del periódico neoyorquino Pete Wells me caló hondo.
Hace años escuché una charla online en la que Wells y tres colegas suyos -William Grimes, Ruth Reichl y Sam Sifton-, que habían ocupado el cargo antes, conversaban sobre ese rol. Entre muchos asuntos allí debatidos, estaba el hecho de que antes de hacer la crítica de un restaurante, debían visitar el lugar tres veces, de manera anónima y con otros comensales, de forma que pudieran probar el mayor número de platos posible. Así lo explica Wells: “Prácticamente todas mis cerca de 500 reseñas fueron el resultado de comer tres veces en el lugar sobre el que escribía. Por lo general, llevaba a tres personas y les pedía que ordenaran una entrada, un plato principal y un postre. Así, probaba 36 platos antes de escribir una palabra. […] Luego están las comidas de referencia, las que consumimos para estar informados, para no ser un fraude. […] ¿Cuántas hamburguesas smash —o aplastadas— tenía que probar, o volver a probar, antes de poder escribir sobre las de Hamburger America, un restaurante que reseñé en los mismos meses en que estuve visitando restaurantes para mi lista de los 100 mejores…?”. Valga aclarar que todo esto lo asume el periódico. Estos críticos no aceptan invitaciones, al menos no para sus críticas.
Wells relata el lado no visto de su envidiado rol, el hartazgo que llega a generar un trabajo que desde fuera se ve provocativo y glamuroso. Su salud está afectada. Tras una cirugía tuvo dos semanas para bajar el ritmo y, pienso yo, en medio de su vulnerabilidad, hubo un giro en su forma de verse y de ver lo que hacía: “La noche después de la operación no tuve hambre. La noche posterior comí sopa. Al día siguiente, ensalada. Sin menús ni invitados a cenar ni una libreta que rellenar, comí lo que quise y nada más. Dormí toda la noche. Permanecí despierto durante el día. Di paseos largos, y no todos acabaron en panaderías. Y en algún momento de esas dos semanas, se me ocurrió que yo no soy mi trabajo”.
Yo no soy crítica, de hecho, en Colombia apenas hay un esbozo de este rol. Soy una periodista a la que la vida llevó a ser una aprendiz del mundo de la gastronomía, lo cual he concebido desde un punto de vista más cultural. Comparado con lo que ha comido Pete Wells en su vida, yo soy menos que una amateur y, aun así, he sentido el hartazgo que él describe. Honro el camino que me ha labrado la vida. Admiro el trabajo de los cocineros y agradezco los mimos de los cuales he sido objeto. Quiero seguir explorando, aprendiendo, escribiendo, pero me pregunto cada día cómo hacerlo de forma saludable, sostenible, coherente. Aún no encuentro la respuesta, pero sigo en la búsqueda, a ratos con la misma vehemencia que Wells buscaba la mejor smash burger.
A él, que no se va del NYT, le deseo muchas sopas y largos paseos. Le deseo pausa para digerir todo lo que ha comido y la distancia necesaria para darle un giro a su menú y devolverlo en nuevas letras. Sin duda tendrá mucho que compartir en la etapa que inicia.