Encabezaría gustosa el club de fans de García Márquez, casi toda su obra la he leído, subrayado, releído y saboreado. Respecto de su calidad humana sí tengo mis reservas.
(A manera de subtítulo: Fábula de Esopo, sin moraleja).
Por entre los temas que nos quitan el sueño –crisis en la educación pública, polémica sobre el aborto, unificación de períodos de gobernantes…- se abre paso a codazos en los medios bogotanos (en los nacionales), el libro de memorias de Enrique Santos Calderón.
Se llama El país que me tocó y en él narra retazos de historia patria que ha vivido como testigo o coprotagonista, en los últimos cincuenta años, desde orillas opuestas. (“Sólo los minerales no cambian de opinión”, me dijo hace tiempo en una entrevista).
Y de los avances que, cual mordiscos a una apetitosa mazorca, ha ido desgranando la editorial, hay algunos de puro chismorreo –total, qué es la historia si no un gran chisme- que me han llamado la atención. Por ejemplo, la amistad que el entonces corresponsal de El Tiempo –recién salido de la militancia- afianzó con Gabriel García Márquez, cuando ambos vivían en París, a comienzos de los ochenta. Antes del Nobel de Literatura, solo que el escritor ya era codiciado. Y tenía precio.
(Este paréntesis para decir que encabezaría gustosa el club de fans de García Márquez, casi toda su obra la he leído, subrayado, releído y saboreado. Grande entre los grandes. Pero…, jamás hubiera marcado el compás del séquito de Gabo, pues respecto de su calidad humana sí tengo mis reservas. “Por encima de todo era amigo de sus amigos”, dice Santos Calderón. ¿Y cómo era con el resto de los mortales? “Le costó manejar la fama y la gloria”. ¿Se mareó con el incienso? “El poder político lo buscaba mucho”. ¿Y viceversa?).
He aquí un ejemplo, en palabras del propio Enrique:
“También se gastaba sus bromas pesadas. Un día, en París, nos pasó algo de ese tipo con Lucas Caballero Reyes (…) y su primo Pepe Gómez (…). Pepe estaba empeñado en conocer a Gabo, y Gabo, renuente. Para convencerlo, Lucas terminó sugiriéndome que le dijera que su primo era un encanto y además el tipo más rico de Colombia. Se lo conté tal cual a Gabo y se le iluminaron los ojos con una chispa de malicia. “Bueno, organiza la comida”, me dijo. Fuimos entonces a un restaurante elegantísimo sobre el Sena (…). Gabo se pilló que Pepe Gómez, al entrar, le dio su tarjeta de crédito al maitre para que no quedara duda de quién iba a pagar la cuenta. Gabo estudió con mucho cuidado la carta de vinos y comenzó a pedir unos Bourdeaux (…) que costaban un ojo de la cara (…). Yo veía a Lucas sudar la gota gorda. Al día siguiente me puso la queja: “Carajo, ¡esa cuenta costó una fortuna!” Le contesté riéndome: Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su precio…”.
Esopo podría reflexionar: ¿Cuál de todos los actores de esta fábula es más arribista? ¿El lagarto ricachón?, ¿el insistente lobista?, ¿el lanzador de la flecha envenenada al talón de Aquiles de GGM?, ¿el futuro Premio Nobel que dio su brazo a torcer, no porque el lagarto fuera un encanto, sino porque era el encanto más rico de Colombia?
ETCÉTERA: Para el autor, esta anécdota, es una broma para celebrar. Para Esopo, un hecho para deplorar. Sobre todo por la cereza: “Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su precio”. P-r-e-c-i-o. Y yo que pensaba que su valor no estaba tasado en billetes. (“Decepción póstuma” se podría llamar el mal que hoy me aqueja).