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Soy amante apasionada de esta receta gringa, pero soy también sumamente exigente en su preparación; en otras palabras, solo me gustan las hamburguesas hechas en casa con carne de calidad y al carbón y, sin entrar en más detalles, detesto las hamburguesas de cadena. Da rabia que habiendo pagado un pasaje que frisa casi el medio millón de pesos, se nos despache con un bocado de 5.000 pesos. Y da más rabia aun que por el afán y la improvisación de la aerolínea, más de un pasajero haya tenido que tragarse su hamburguesa sin la gaseosa de su gusto, con un refresco cualquiera al clima y además con ausencia total de las dos salsas básicas que tradicionalmente acompañan tan versátil receta: ketchup y mostaza. Afortunadamente no fui víctima de este ardid de cortesía, pues como veterana que soy en los avatares de esperar aviones retrasados, desde el primer anuncio del retardo de mi vuelo me dirigí al bar y me zampé un ecuanil doble con tónica y limón (léase ginebra) acompañado de delicioso maní salado. Como la espera fue de más de 200 minutos mis 4 ginebras me dieron la osadía de rechazar tan grotesca bolsita de comida y a la vez me permitieron ser testigo mudo de un espectáculo en el cual hombres y mujeres de edades y condiciones diferentes, hacían todo tipo de caras de insatisfacción y malestar al encontrarse engañados por una propuesta que les otorgó más sinsabores que satisfacciones. Hace más o menos 4 años escribí en esta misma columna una crónica titulada “La comida de avión ¿buena o maluca?” y palabra más, palabra menos concluí: la cocina de avión no es maluca, es espantosa. Hoy estoy refiriéndome a una hamburguesa que no probé a 22 mil pies de altura; pero que estoy segura se trataba de una opción para mitigar el hambre completamente funesta. | ||||||||||||||||||||||||||
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Funesta hamburguesa a 22 mil pies de altura
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