Florecer donde habitamos

- Publicidad -

Salimos de casa con Vero y Cumbia, nuestra perrita. Antes, siempre nos recibía el suribio (Zygia longifolia), ese árbol nativo y elegante que dos veces al año vestía el aire con un perfume sutil, un jazmín reinventado. El suribio era mi abuelo vegetal, aromatizando tantas noches. Su floración era un espectáculo silencioso: cientos de flores diminutas, naciendo directamente de los tallos y ramas, como sucede con el cacao o el zapote. No era un olor que se impusiera: había que acercarse y afinar el olfato para descubrirlo. El aroma también es territorio.

Hoy, el suribio ya no está. Lo talaron para abrir paso a un edificio. Entendemos que así funciona la ciudad, pero un ecotono puede perderse en un solo corte de motosierra. Con él, no solo se fue un aroma: se fue un hogar para abejas y mariposas, un refugio para aves, una raíz que fijaba nitrógeno y nutría el suelo en silencio. Su ausencia es un hueco invisible que nuestras narices todavía buscan llenar.

Caminamos unos metros y nos recibe la tumbergia azul (Thunbergia grandiflora), colgando en racimos desde las paredes de un intercambio vial. Sus flores púrpuras, con un sol amarillo en el centro, atraen a mis pequeños helicópteros, los abejorros, que salen cubiertos de polen. Pruebo un pétalo y se lo paso a Vero: champiñón con mantequilla. Sin embargo, aquí, más que sabor, nos habla de resistencia: florecer sobre cemento, respirar entre bocanadas de humo. La calidad del aire es más que poesía; es matemática que respiramos todos los días.

- Publicidad -

Nos desviamos hacia calles más estrechas, donde la ciudad baja la voz. Allí encontramos el malvaviscus (Malvaviscus penduliflorus) con sus farolitos rojos meciéndose mientras un colibrí se alimenta. De niño chupaba su néctar; hoy pruebo sus pétalos frescos y confirmo que un jardín puede ser también una despensa viva, un lugar donde el sabor de una flor puede contener la receta secreta de un territorio. Unos pasos más y las dalias amarillas (Hemerocallis lilioasphodelus) abren sus trompetas al sol. Sus pétalos dulces, como yacón, son banquete para las abejas nativas sin aguijón, las verdaderas ingenieras de la polinización urbana. Aunque las abejas no saben de fronteras, sí entienden de abundancia.

Forrajear no es solo comer de la ciudad, es aprender a escucharla. Y también entender que respirar la ciudad es una forma de comerla. La llamada cosecha honorable es un pacto entre humanos y no humanos: no tomar la primera ni la última flor; pedir permiso y aceptar la respuesta; nunca llevar más de la mitad, y dejar siempre para otros.

Medellín no es solo nuestra; es de colibríes, abejas y guacharacas. Florecer donde habitamos es aprender a cuidarlo todo, incluso lo que parece invisible.

- Publicidad -

Más notas

- Publicidad -

Más noticias

- Publicidad -