En noviembre de 2019, dentro de un viaje que programamos en Yurupary, tuve la oportunidad de aproximarme al arte religioso de Etiopía. Estas líneas buscan un primer acercamiento a esa experiencia; en una columna posterior intentaré presentar de manera más detallada las características de ese arte.
Etiopía es una de las naciones más extremas de la tierra. Cuna de la humanidad, como es definida muchas veces, ha posibilitado el descubrimiento de algunos de los más antiguos ancestros de nuestra especie, que la habitaban hace más de 3 millones de años.
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Destino de viajes épicos desde los tiempos del Antiguo Egipto en búsqueda de incienso y mirra, lo mismo que de expediciones científicas en el siglo XIX para encontrar las fuentes del Nilo. Pero también origen de leyendas inolvidables como la de Salomón y la Reina de Saba, cuyo hijo Menelik, iniciador de una dinastía imperial que duró hasta 1974, recibió de su padre el Arca de la Alianza que, según la creencia de todos los etíopes, todavía se conserva en la ciudad de Axum.
Un país mencionado desde la Antigüedad pero casi totalmente desconocido hasta el presente. Una de las primeras naciones del mundo en abrazar el cristianismo, en el siglo IV, que acabó convertida durante muchos siglos en una especie de isla en medio de un mar musulmán.
A pesar de la antigüedad de su cristianismo, la pintura etíope que vemos actualmente se realiza a lo largo de los últimos cinco o seis siglos, exceptuando los viejos libros iluminados con miniaturas. Pero sabemos que existieron pinturas mucho más antiguas, creadas bajo influencia bizantina y, sobre todo, del arte de los cristianos egipcios de Alejandría, el patriarcado copto del cual dependió la Iglesia Etíope hasta mediados del siglo pasado.
Puede decirse que prácticamente todo ese arte más antiguo sucumbió como consecuencia de la expansión islámica que rechazaba la presencia de figuras en la pintura, y que solo se salvaron los libros iluminados que pudieron esconderse con mayor facilidad, algunos de los cuales se remontan hasta 1.500 años en el pasado.
Los vínculos con Alejandría eran muy estrechos hasta la expansión islámica; de allí llegaban los eclesiásticos más importantes, en especial el “Abune”, “nuestro padre”, como se denomina al propio patriarca etíope; pero también los pintores necesarios para las obras más complejas en las iglesias y, por supuesto, en los libros escritos en la antigua lengua del país.
Aunque Alejandría nombró el Abune hasta 1959, la expansión árabe acabó con los vínculos artísticos que tenían que ver con la pintura de imágenes, aunque se extendió el interés por decoraciones de formas entrelazadas de origen árabe que aparecen siempre en los trabajos en metal, en especial en las cruces procesionales que pueden verse en todas las iglesias y monasterios.
Es decir, mientras que a lo largo de la Edad Media el arte cristiano se va transformando en Europa y en el Imperio Bizantino, en Etiopía la pintura tiene sus fuentes casi exclusivas en aquellos libros religiosos que se copian por generaciones, a través de los cuales establece un vínculo directo con las más antiguas manifestaciones del arte cristiano.
De repente, descubrimos un arte del pasado que sigue vivo en el presente, como si la historia se hubiera detenido. Un arte que no cambió, pero que tampoco se fosilizó, como lo demuestra la extraordinaria riqueza de sus vínculos con la religiosidad, la cultura y la vida de los etíopes.
Esa condición insular, aislada, se conserva hasta el presente y es particularmente perceptible en el campo de la pintura, que nuestras historias del arte desconocen de manera casi completa. A lo más, aparece en ellas una fugaz referencia que califica el arte etíope como atrasado y “naif”, como si se tratara de una creación ingenua y simple.
Pero los simples, o mejor los simplistas, somos nosotros frente a una extraordinaria manifestación artística que se sale de los esquemas en los cuales la cultura moderna encasilló al arte.
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