Estribillo navideño

 

Cuando faltaban un par de semanas para que se pusiera en marcha el actual diciembre, escuché aquel estribillo que, invariablemente, se escucha todos los años: “¡Ya llegó otra vez diciembre! ¡Qué hace que estábamos guardando el arbolito!”. Aparentemente, hay alegría en esa constatación del frenético correr del tiempo, pero, si se aplica a ese hecho el razonamiento que rige para aquel hombre desdichado que, más rápido de lo que creía, se ve nuevamente ante la odiosa obligación de afeitarse (o las damas ante una cita mucho más engorrosa), habrá que concluir que la alegría por la llegada del último mes quizá no sea tan redonda. Se siente que llegó rápido la Navidad acaso porque no se quería, del todo, que eso aconteciera.

Por supuesto, la alegría decembrina es indudable en los niños -a quienes la expectativa del “traído” les produce un agitado insomnio incluso desde las noches de noviembre- y en la mayoría de los adolescentes, para quienes el duodécimo mes es un contundente sinónimo de colegio cerrado antes que una temporada de jolgorio familiar. Para los demás, algo hay de amargo: los jefes de hogar saben que durante un mes sus bolsillos se desangrarán -y siempre por encima de lo calculado- y las amas de casa tienen muy claro que durante muchos días tendrán que cocinar de un modo demente, y eso sin contar que es fundamental el permanente arreglo de la casa con los consabidos adornos, materia en constante evaluación por exigentes vecinas y mirones en general. Después, sin importar si se lleva o no las riendas de una familia, está la persona común que debe manifestarse con aguinaldos a diestra y siniestra, y que se preocupa tanto porque para los seres que realmente aprecia no tendrá un presente digno como porque está obligado a agasajar, por pura estrategia, a gentes que en el fondo le importan un comino. Y para colmo, esa fatigante y estadounidense entrega de regalos al lado del árbol, cosa que antes no se hacía y que, como ha sucedido con tanto asunto, ha llegado hasta nosotros por intermedio de quienes, sintiéndose muy refinados, ya no caben en las serenas costumbres de la provincia.

Como los sabios han dicho que “problema que se arregla con plata no es problema”, convendrá pensar que las situaciones generales que acabo de describir no son realmente motivos para atormentarse, y que lo único que hay allí es una involuntaria y torpe confesión de una impenitente avaricia de mi parte; puede ser: desde la tierna infancia me han venido con ese cuento. Así, habrá que ensayar otra justificación para mi tesis de que diciembre no tiene por qué ser, necesariamente, el mes más entrañable. La que me queda es entre solemne y sencilla: por ser el último mes -el de la caída de la hoja postrera del calendario y, por eso mismo, el del balance de lo que ha llegado o se ha ido para siempre-, diciembre es el mes propicio para sentirse efímero y pequeño, y posiblemente, para neutralizar semejante convicción de mortalidad, fue que la tradición instituyó un nacimiento como acontecimiento central de los festejos.

En mi familia son cuantiosos los cumpleaños que se celebran en septiembre, bonanza que, sin duda, está directamente conectada con los miedos decembrinos: la crisis agustiniana por el paso del tiempo se combate con reproductivo amor, cuyos resultados, como tan claramente lo indican los manuales, se ven nueve meses después. En esos términos, estimado lector, decida en qué grado quiere o puede tener una feliz Navidad.

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