El drama de los Olímpicos: seres humanos como Clark Kent, a quienes pretendemos convertir en clones de Superman.
Citius, Altius, Fortius! (¡Más alto! ¡Más fuerte! ¡Más lejos!), es el latinajo que sirve de lema a los Juegos Olímpicos, desde que el Barón Pierre de Coubertin lo pronunció, por allá a finales del XIX. Y, a vuelo de pájaro, suena muy bien.
Mas si lo leemos entre líneas (más bajo, más lento y más de cerca), descubrimos los afilados colmillos que esconde tras el manto de sana competición que, cada cuatro años, reúne a lo más granado del alto rendimiento. Un puñado de hombres y mujeres que dejan la piel en los escenarios, con tal de entrar al Olimpo cargados de medallas.
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Pero…, lamento informarles muchachos, que los seleccionados para acceder al podio –eso de que “lo importante no es ganar, es participar” es pura carreta en estos eventos-, no son robots ni personajes de Marvel; son un amasijo de fortalezas y debilidades, igual que usted y yo, solo que con un estado físico superior y, algunos, con un control mental fuera de serie que, por supuesto, los hace especiales.
Seres humanos como Clark Kent, a quienes pretendemos convertir en clones de Superman, chantándoles el citius, altius, fortius a manera de calzoncillo rojo. Porque el público, el periodismo deportivo, puede ser igual o peor de exigente y cruel que ciertos preparadores. No se admite la derrota, es kryptonita para la galería y los dueños del balón.
La cronología olímpica está salpicada de acosos de todo tipo: Nadia Comaneci en la década del 70 y Kristsina Tsimanuskaia en el 2021, protagonizan dos de las tantas historias que suceden entre bastidores –más a chicas que a chicos-, en la mayor puesta en escena del planeta. Y también está salpicada de olvidos y pedestales derribados. (Las mafias de apostadores sí que abundan).
No quiero ser aguafiestas –todavía tengo los ojos empiyamados por culpa del horario japonés-, solo realista. Aunque parezcan dioses, los deportistas de élite son, simplemente, hombres y mujeres. Esclavos del éxito, eso sí. Hasta el punto de que el mandato “más alto, más fuerte, más lejos” se vuelve un inri que los hace olvidar el disfrute de jugar y los presiona con la obligación de batir records, hasta reventar.
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Le acaba de pasar a la gimnasta norteamericana, Simone Biles, considerada la mejor del mundo mundial. Además de que es sobreviviente del sonado caso Nassar de abusos sexuales, lo es también de los muchos y variados obstáculos que se le han atravesado desde la cuna. (Imperdible el documental sobre su vida). De ahí que haya tenido el carácter suficiente para poderse sacudir el piano que llevaba encima, en plenas competencias. “No somos un simple entretenimiento”, dijo retirándose. Días después recobró su autoconfianza, regresó y se alzó con el bronce, pero ya con ese valiente “no” se había bañado en oro resplandeciente. Campeona de campeones.
ETCÉTERA: Gocé y sufrí cada una de las medallas de los colombianos en Tokio, incluyendo la que arrebataron a Yuberjén. Pero lo que sentí con la de Anthony Zambrano, no sé por qué, superó todas las marcas. ¡Qué maldita dicha!, como dicen los diplomáticos. Por fortuna se vale sentir.