La calle te ha cambiado el nombre, ya no te llaman Juan Carlos, como lo hacía tu madre cuando te regañaba de niño por hacer escándalos con tus gritos, pero sí indigente, habitante de calle, o, simplemente, hijueputa. Las gentes contigo, a pesar de que eres un hombre con valores, no te saludan, mejor te corren, se cambian de acera. La calle ha curtido tu piel con el mismo tono de un grano de café, quizás no fue ella, pero sí la polución y los rayos diarios del sol. La calle te ha hecho saber, con sus miradas desconfiadas y bravas, qué se siente ser casi basura para la sociedad.
La calle te ha hecho perder a tu familia. Tanto desprecio te fundió los sentimientos para que fueran de hierro. El reciclaje se convirtió en tu trabajo. La calle te ofreció marihuana, le aceptaste por cortesía; además, como postre, te dio a probar el bazuco, tampoco te negaste; bueno, quizás no haya sido ella, pero sí tus amigos de la escuela, esos que se las daban de paracos por expulsar más humo que una locomotora y tener cada uno de a veinte novias.
La calle te ha robado todo, menos tus sonrisas, que de vez en vez se dibujan en las comisuras de tu boca. Parece que nada te importa. No estás condenado a un reloj para ir a un trabajo, no tienes que producir dinero, no te debes ahorcar el cuello con una corbata durante ocho horas diarias, no tienes hijos ni redes sociales, no debes el arriendo ni los servicios públicos. No debes nada.
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Todo te da igual. Los comentarios que hace la gente por tu ropa sucia y raída no te incomodan. Parece que estás trabado, Juan Carlos, muy trabado, lo suficiente para ser feliz.
Vuelves a reír, aunque sea por recordar uno de los tantos tragos amargos que te ha ofrecido la vida. En la calle los curas te han dicho que no puedes dormir en los atrios de sus iglesias, ellos, los que predican con su palabra el ejemplo de Jesús, te han levantado con patadas y escobazos, diciéndote que te debes ir para otra parte, porque les espantas a sus fieles, como si tú no pudieras ser uno de ellos.
La calle te cambió el colchón de tu casa, ese que era blando con tres cobijas, por un pedazo de cartón con una acera fría y dura. El techo de tu casa solo está en tus recuerdos. Ahora tu techo, son las vigas fuertes de un puente vehicular, que suena y tiembla de día y de noche. Escuchas cómo pasan las ambulancias a toda prisa perseguidas por la muerte. Tú llevas el ritmo. El miedo que sientes es que el río se crezca, sin avisar, y acabe arrastrándote como si fueras el resultado de jalar una cisterna llamada sociedad que te expulsa por sus tuberías. Recuerdas a un amigo de la calle que se lo llevó la corriente, y así, entre tantas arterias de cloacas juntas, terminó ahogado.
La calle te gustó desde los siete años, sí, te gustó para andarla, vivirla, fumarla, inhalarla, probarla, te gustó esa sensación de libertad cuando el viento se estrellaba contra tu naciente barba. En la calle te rebuscas. No encajas en el sistema del consumismo. Duermes donde te deja dormir el Gobierno, porque, como lo dices, el Gobierno no destina un solo segundo del día en su agenda ni del presupuesto para pensar en ti.
En las calles la única compañía que tienes son las ratas de las alcantarillas. Los únicos que se atreven a acariciar tu cuerpo son los bachilleres policías –si es que a una paliza de esos miserables se le puede llamar caricia. En la calle… en cualquiera de tantas. Dices que la sociedad es muy miserable, muy egoísta, muy apegada a las cosas materiales.
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Abejorral, el pueblo pequeño donde naciste, ha quedado para siempre perdido entre las montañas de Antioquia y en los recuerdos más hondos y borrosos de tu lejana niñez. De la familia no volviste a saber nada, los viste por última vez hace treinta años. Ha pasado tanto tiempo y tanta agua debajo del puente, que ya no recuerdas las facciones que le daban forma a sus rostros.
Quieres salir pero no hay un cómo. Aguantas hambre, sé que lo haces porque me lo dices. Aunque tu hambre podría fácilmente atracarme con un puñal, no lo haces, pareces intuir que seré bueno contigo: sacaré mi billetera, pensando cuál de las tres opciones darte, poniendo en tus manos un billete con la cara de Santander para que compres un pan, o para fumar un porro –yo no soy juez de la República para condenarte– y así, entre calada y calada, puedas despegar de esta perra realidad trágica a la que estás condenado.
Quieres salir pero no hay un cuándo. Quieres salir, pero en el laberinto de calles con carreras solo encuentras rechazos.
Por: Norvey Echeverry Orozco