/ Etcétera. Adriana Mejía
Quisiera estar feliz, feliz, feliz. Pero apenas estoy feliz. Por dos razones fundamentales. Bueno, por tres.
Desconfío de los rótulos. Son bumeranes que cuanto más alto y lejos vayan, más duro y a la cabeza apuntarán al regresar. Dirigentes y gobernantes antioqueños han heredado, generación tras generación, un síndrome muy nacional por cierto (Colombia es pasión, el peligro es que te quieras quedar…) denominado esloganmanía, que consiste en empaquetar a la ciudad con todo y sus ciudadanos en un guacal debidamente identificado. La ciudad de la eterna primavera, la tacita de plata, la más pujante, la mejor esquina de América, la más educada, la más innovadora… Frases efectistas, subjetivas y perecederas, que exhibimos a manera de marca registrada y que sólo reflejan una pizca de una realidad tan compleja como es la de Medellín. Una cosa es querer la tierra, creer en ella y trabajar por ella y, otra, estirar nuca antes de que los proyectos sean realidades sólidas y sostenibles. Al final, tantas expectativas creadas pueden agacharnos la cabeza.
En cuanto al reciente reconocimiento, halaga. Ganarles a 200 candidatas de los cinco continentes y, al final, a Nueva York y Tel Aviv, al ser señalada por The Washington Post, el Citibank y el Urban Land como la Miss Universo de la innovación, no es gratuito. Muchos alcaldes, empresarios, líderes cívicos, ciudadanos del común han invertido tiempo, dinero e ingenio en reconstruir de entre las cenizas una ciudad más moderna. El metro, el metrocable, las bibliotecas, las escaleras eléctricas de San Javier, etcétera, son destellos de esa estrella en que se ha convertido Medellín para el mundo. Antes nos repudiaban; ahora nos miran, visitan y admiran. Y nos premian. (No quiero pensar que nos autopremiamos porque votamos una y otra vez en la recta final. A mí me llegó la sugerencia por Facebook, twitter y correo electrónico, todos los días, a todas horas, durante semanas).
Y por último, la primera y más determinante razón: la relación borrascosa que siempre he tenido con mi ciudad. (Ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio, contigo porque me matas y sin ti porque me muero). La quiero y la sufro; me enorgullece y me avergüenza, me llena de esperanza y me la arranca de raíz; me hace reír y llorar; me llena de confianza y me empanica… Me fascinan sus montañas, pero me asfixian y limitan; me siento agradecida con el antioqueño emprendedor, honesto, sencillo, valiente, de buen corazón, pero estafada con el ventajoso, pendenciero, amarrado, envidioso, emparrandado; me da rabia que de afuera nos critiquen, pero estoy convencida de que la sociedad, ocupada en hacer plata, es muy culpable del deterioro que echó raíces en valles y laderas. Por mi trabajo periodístico he tenido oportunidad de sumergirme en la Medellín profunda, habitada por familias dignas, con rostros y nombres que no nos muestran las estadísticas, que sólo por vivir están en inminente peligro de morir. La falta de oportunidades, los grupos delincuenciales que imponen su ley en barrios donde no llegan taxis ni policías, la indiferencia de los “buenos”, todo sumado, no deja que la balanza se incline del lado de los esfuerzos loables de quienes, empezando por las autoridades, se emplean a fondo en hacer de Medellín una ciudad vivible. No para competir con ninguna; para hacernos más felices a sus habitantes. Para gozar de las innovaciones sin susto de que nos atraquen o nos maten. Nada más.
Etcétera. Coincido con el arzobispo Ricardo Tobón cuando dice: “Esta ciudad tiene futuro”. Pero también se me eriza la piel con el balance presentado por el comandante de la Policía Metropolitana; se me corta la respiración con el regreso de los fines de semana pasados por homicidios; se me encharcan los ojos al saber que la hija de la señora de los tintos no pudo volver al colegio porque una frontera invisible, custodiada por la muerte, se lo impide. Uf, no logro que mi corazón funcione en modo innovador. No, por ahora.
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