En las luchas feministas hay temas trascendentales que no dan espera, como para perder el tiempo emprendiéndola contra los cuentos de hadas.
Soy feminista desde que tengo memoria.
(Vengo de una familia de mujeres; mi papá hablaba de “nosotras seis” y nos enseñó que podíamos llegar tan lejos como quisiéramos, respetando a los demás –hombres y mujeres- y haciéndonos respetar).
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Feminista a secas y por libre.
No pertenezco a ningún colectivo, aunque agradezco la existencia de muchos de ellos y apoyo las batallas que están librando en favor de la equidad. Lo que hemos avanzado hasta ahora –muy poco todavía- se lo debemos, en gran parte, a su terquedad. Arar en un terreno tan árido es de valientes; de felizmente impenitentes.
Nuestra tradición es machista, entre otras, porque han sido las mamás, las perpetuadoras de ese patrón perverso en los hogares. El bienestar de los hijos se ha privilegiado sobre el de las hijas; ellas, además de la autoridad paterna, han tenido que someterse a la de los hermanos a quienes, de paso, deben atender como a reyes coronados. (Eso, en el mejor de los casos; en la mayoría, el servilismo viene acompañado de abusos de todo tipo).
Por eso, porque admiro y respeto las luchas feministas comprometidas, es que rechazo el feminismo de farol, que pretende parar la civilización mientras se dedica al revisionismo y a tratar de convertir en secta el clamor general: ni detrás de un gran hombre puede haber una gran mujer, ni viceversa. Juntos, en la diferencia, se camina mejor. Y para conseguirlo algún día, no hay que sacar de la chistera campañas mediáticas para pedir que se descuelguen cuadros de los museos o se prohíban películas clásicas o se quemen obras de la literatura universal o se equipare cualquier piropo a un acoso o se satanice el romance…
Hay que invertir tanta iniciativa en mejores causas. El cuerpo femenino como arma de guerra, el trabajo doméstico no remunerado, la doble jornada, los maltratos físicos y sicológicos, las diferencias salariales, las escasas oportunidades para acceder a cargos altos, el papel institucional de la mujer florero, el embarazo infantil y adolescente, el difícil acceso a la educación superior…
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Temas que no dan espera, como para perder el tiempo emprendiéndola contra los cuentos de hadas. Ahora tocó el turno a Blanca Nieves, en el capítulo doctrinario y –no me gusta esta palabra- estúpido que se empeña en abrir cierta especie emergente de sheriffs culturales. Si el príncipe la despertó con un beso intrascendente –si hubiera sido uno arrebatado como el de Klimt, vaya y venga la discusión-, ¿a quién le ha marcado la vida? ¿Hubiera sido, acaso, más liberador que lo hubiera hecho con un puntapié?, ¿o que la pobre hubiera seguido en la caja de cristal por cárcel, hasta nuestros días? ¡Por favor! No confundamos fantasmas con fantasía, el machismo es real y los cuentos de hadas no.
ETCÉTERA: Bien dice el psicoanalista, Bettelheim, en Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas: “Son únicos, y no sólo por su forma literaria, sino también como obras de arte totalmente comprensibles para el niño… Si se le da la oportunidad, éste recurrirá a la misma historia cuando esté preparado para ampliar los viejos significados o para sustituirlos”. No siendo más por el momento: ¡muak!