Dije que a pesar de tener interrogantes y desacuerdos frente al Acuerdo, votaría Sí –como efectivamente lo hice- porque, además de estar convencida de que la mejor arma para desarmar un conflicto es una mesa, quería privilegiar la esperanza sobre el temor, dando una posibilidad a la posibilidad de hacer la paz. Y resalté que había que emprender el otro desminado, el de los espíritus:
Con su permiso me cito: “Por lo único que debemos alzar la voz es por reivindicar nuestro derecho al voto. Al voto ético que será el voto de la gente… Un Sí o un No, a consciencia, merecen igual respeto… No será fácil conseguir que aquí quepamos todos con todo y nuestras diferencias, a veces tan profundas, ni mucho menos será rápido. Con el estado paquidérmico que tenemos, la sobredosis de sufrimiento que cargamos y la prevención, fundada casi siempre, que mantenemos…”.
Me reafirmo hoy en cada una de las anteriores palabras. Sobre todo por las guerras cotidianas en las que nos metió la paz; desde las tribunas públicas hasta los más familiares de los chats, los colombianos comenzamos a dar muestras de una polarización que no dejó ninguna duda en las urnas: 50.21% en el frente del No y 49.78% en el del Sí. Casi un empate técnico, pero hubo ganador y eso hay que respetarlo, son los agridulces de la democracia que defendemos.
El plebiscito hizo con el país lo que el mago con su asistenta: lo partió por la mitad. Sólo que aquí no habrá arte de birlibirloque que devuelva al escenario a la mujer enterita.
Cualquier camino que se elija –diferente al conocido de las balas, por supuesto– se vislumbra largo y culebrero.
Colombia está en la cuerda floja y un solo papirotazo basta para que se incline de un lado o del otro. Y eso, teniendo en cuenta que los resultados del domingo, excepto a Pacho Santos, a los promotores de uno y otro bando los cogieron fuera de base –sin tener claro cuál es el camino a seguir– no mitiga en nada la incertidumbre que estamos viviendo.
Ojalá los líderes de los diversos grupos –empezando por los políticos, Santos y Uribe- transformen el acostumbrado choque de egos, en voluntad práctica para sacar al país de este limbo en el que amaneció el lunes. Se lo deben a las víctimas que son y han sido, y a las que podrían ser.
Es la hora de la grandeza, señores, el tiempo apremia. Alargar el tire y afloje hasta las elecciones del 2018 es inaceptable. Que se note, entonces, que el anhelo común sí es, como aseguran ustedes, conseguir el fin definitivo del conflicto.
La urgencia de lograr un consenso –ojo que no estoy hablando de unanimidad- entre los de acá es manifiesta. Sin él no es posible sacar adelante un acuerdo con los de allá. (Sin Uribe, Santos no puede hacer la paz; sin Santos, Uribe tampoco). Puntos en común sí que los debe haber en las 297 páginas del mamotreto. A por ellos –como dicen en España- antes de que caigan en la caneca del reciclaje.
Las primeras reacciones de los tres directos implicados dejaron abierta, por fortuna, una puerta a la esperanza. Falta ver si fueron declaraciones políticamente correctas y ya. Porque aunque esta semana el olor a tinto ha invadido las salas de crisis y una extraña calma se percibe en los mentideros políticos, con el paso de los días el batacazo inicial se va asentando y vuelven –los entrevistados de la radio– a estirar la media de lycra que para varios de ellos es Colombia.
¿Qué va a pasar? That´s the question.
ETCÉTERA: “Construir a partir del resultado de hoy sólo es posible si cada uno decide dar el primer paso para creer y reconciliarse con los demás colombianos. Si todos aceptamos, unidos en la diferencia, fortalecer la opción ganadora con los aportes enriquecedores y viables de la opción que resulte perdedora”, concluyó su columna del 2 de octubre (El Colombiano) el jesuíta Francisco de Roux y yo me tomo prestada tal consideración para concluir hoy la mía. (Me hubiera encantado poder escribirlo igual, algún gen ignaciano tendré a la deriva por mi ADN).
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