Sobre Fernando Botero se ha dicho todo. Bueno, casi. Entre los que, literalmente, chorrean la baba por él, los que lo califican de ilustrador a secas, los que se devanan los sesos argumentando que la segunda mitad de su producción artística es una copia de la primera, y los que ejercen la crítica con conocimiento de causa, han llenado kilómetros de páginas y horas de televisión y radio. Sin dejar espacio libre –un tris– a lo que dice la gente en la calle, que es la que de manera más desprevenida hace o no click con el artista.
“¡Está sobrada, en cuanto a nalgas se refiere!”, exclamó un embetunador, mientras, extasiado, daba vueltas alrededor de La Gorda. (Sí, ya sé que Botero no pinta gordos sino volúmenes). “Sobrada”, reiteró, con la sonrisa desdentada y la sabiduría elemental que la intemperie otorga a quienes la desafían.
Era el día de la instalación, en el Parque Berrío, de la escultura que Botero acababa de regalarle a la ciudad. Y fui testigo de tantas y tan espontáneas reacciones de los peatones, que si me apellidara Grisales, me alimentara de revertrex y fuera jurado de un concurso de imitadores, haciendo mohines hubiera dicho: me ericé, mi amorrr.
Y es que pienso que el Maestro, con todo y lo que debe reconocer y agradecer de corazón el papel jugado por los galeristas, las casas de subastas y los coleccionistas en el posicionamiento que tiene hoy día entre los cinco pintores más cotizados del mundo, agradece a los ciudadanos comunes que de manera incontaminada se aproximan a su obra. Más evidente, desde que mandó a sus “gordos” (1982) a retozar en los Campos Elíseos de París y ya no se dejaron volver a encerrar; desde entonces, en muchas avenidas, plazas, glorietas y esquinas de diversas ciudades, esas moles de bronce se han vuelto referentes de la cotidianidad. Se dejan contemplar, se dejan tocar, se dejan querer. (En Medellín contamos con varias, gracias a su, también enorme, generosidad).
Con un amor idéntico al que le tenemos a Botero los colombianos, sobre todo los antioqueños, que vemos en él a un paisa de mundo –sin capote, ni montañeradas-, que sin necesidad de arroparse con los típicos símbolos (ruana, carriel, etcétera), muy válidos en quienes los han usado –y aún los usan– dentro del contexto cultural al que pertenecen, pero muy ridículos en quienes pretenden adoptarlos de carnet internacional de identidad, se enorgullece de ser de aquí. En voz alta. ¡Qué delicia de sensación!
Uno de sus nietos lo corrobora en una reciente publicación: “De él siempre me ha impresionado que, a pesar de la fama de la que goza, sigue siendo una persona sencilla que nunca ha olvidado sus orígenes. Es curioso que sabiendo tantos idiomas, los hable todos con acento paisa y que en el fondo de sus recuerdos esté siempre la vieja Medellín en la que nació y creció”.
Tal vez sea esa claridad de conciencia que le da el arraigo, la que por 80 años lo ha protegido de las veleidades del poder y de las mezquindades de la fama. Porque Botero, antes que famoso, es popular. Si no, que lo digan los lugareños del oriente antioqueño que, en más de una ocasión, han compartido con él una copa de aguardiente en plena placita de San Antonio.
“Sobrado, en cuanto a nalgas se refiere”. Y en cuanto a ser humano.
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En cuanto a nalgas se refiere
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