/ Julián Estrada
Otra sibarítica manera para clasificar al ser humano es: existen personas a las que no les gusta desayunar… y existen personas a las que les encanta desayunar. En mi columna anterior me comprometí a comentar en esta edición sobre la calidad del desayuno ofrecido por algunos hoteles en la ciudad. Voy a posponer mi compromiso porque me veo obligado a ventilar algunas percepciones que alrededor del desayuno rondan por mi estómago, algunas desde que yo era niño y otras tantas consolidadas a través de la experiencia que me dan más de diecisiete mil desayunos, en su gran mayoría degustados con absoluto deleite, pues desde que tengo uso de razón, el desayuno es para mi la mejor comida del día.
Como Funes el Memorioso, tengo memoria patética de los aromas que me despertaban en casa de mi madre, minutos antes de salir a tomar el bus para el colegio… a partir del momento en que abría el ojo y durante media hora, los olores de arepa quemada, pan o mojicón caliente, café negro o chocolate se mezclaban creando una atmósfera cuya calidez también alimentaba mi ingenuidad y fantasía. Gracias al destino, pertenezco al grupo de personas que disfrutó de una infancia feliz y por carambola ni un solo día faltó la sal en mi casa; por el contrario, era el mundo de la abundancia y de los más deliciosos sabores, pues mi vieja era una excelente cocinera, cuya sazón se hacía manifiesta hasta en un vaso de agua (servido por ella).
Repito: en asuntos de comidas, nada que me guste a mí más que desayunar y vale la pena acotar que he terminado por convertirme en un fanático observador de este bocado matutino de importancia ecuménica. Así las cosas, he constatado que en el periodismo culinario, poco, muy poco, se ha escrito alrededor del desayuno, sabiéndose que –sin lugar a dudas– es un momento existente en todas las culturas del mundo, en el cual los alimentos y sus recetas son casi que exclusivas para este instante que busca satisfacer la hambruna matutina. No sobra reiterar que la cocina del desayuno es totalmente diferente a aquella del almuerzo y la cena nocturna.
La mayoría de la gente coincide en que uno de los aspectos más importantes al viajar, lo constituye el cambio de alimentación. No es necesario atravesar océanos para constatar tan simple verdad; basta con salir de Antioquia para confirmarlo, pues se trata de un fenómeno cuyas causas principales se gestan en nuestra manera de crianza, las cuales hacen que encontremos exóticas o repugnantes las más habituales comidas de otros pueblos. Afortunadamente, la vida me ha permitido degustar desayunos en muchas partes del mundo y, más aun, en muchas regiones de Colombia, donde existen los más suculentos y originales sabores del fogón mañanero… difícil, muy difícil, es escoger entre un desayuno de Valledupar, un desayuno de Tumaco, un desayuno guajiro, un desayuno llanero, un desayuno tolimense o un desayuno del Eje Cafetero. Es un hecho: la sabrosura de los diferentes desayunos de las cocinas regionales de Colombia son indescriptibles y ojalá algún día se escriba su recetario. Para finalizar, traigo a colación una sabia sentencia popular que dice: desayunar bien… dan ganas de almorzar.
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