El jueves 21, día de pico y placa para mi cédula, aproveché para hacer algunas vueltas. Bancos, supermercados, farmacias, ópticas, tiendas naturistas, papelerías, pagos de servicios, abarrotes, antojos culinarios…
Al resto de la gente también se le acumulaban las vueltas por hacer, lo entendí viendo las calles con peatones confinados detrás de los tapabocas en filas de discreta bioseguridad que me recuerdan desde finales de marzo la vida en Cuba preventiva.
Caminé hasta al banco, a la panadería… y, antes de visitar el mercado, pasé por el edificio de la Alcaldía para dejar en claro mi inconformidad con la sanción de que había sido objeto el día anterior por parte del policía que verificaba que la gente cumpliera con las medidas del confinamiento en una de las calles céntricas de mi barrio.
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El día anterior, miércoles 20 de mayo, había salido de mi casa (carrera 60 con calle 82 sur, La Estrella) para cruzar la calzada de la calle 82 sur hasta la ventana de la panadería Caliche ubicada en la esquina. Yo vivo en la primera puerta pasando esa calle. La idea, sobre las 10 a.m. pasadas, era comprar sin demora un par de ‘cositas’ para mis padres (galletas de queso o chicharrones pequeños de bocadillo con que acompañar el café de la mediamañana).
Además de ser adultos mayores (grupo de la población más vulnerables al COVID-19), mis papás estaban autorizados a salir ese miércoles de acuerdo con el pico y cédula decretado para el Valle del Aburrá. En el caso de mi papá, más que permiso de salida lo que el pico y cédula le permite a una persona que esté por encima de de los 75 años es valerse de alguien para que lo acompañe, lo represente o lo ayude a hacer esas vueltas impostergables de la vida personal.
Hay personas que sin algunos medicamentos no sobrevirían a esta crisis, de la misma manera que a mucha gente —lo dice esta gente— no la va a matar el COVID-19 sino el hambre de la miseria. Las barcas son distintas definitivamente. El presidente Duque, ya acostumbrado a mantenerse escoltado y sin salir a la calle, seguramente piense que el esfuerzo para la gente de a pie es el más fácil. Seguramente el resto de gobernantes, también confinados al aislamiento que viven en sus camionetas oficiales, crean algo similar.
En algún momento, antes de llegar a la panadería de la esquina de mi casa, el agente (que nunca se dejó ver el nombre ni su número de identificación institucional para anexar al informe) me reclamó el uso del tapabocas como quien extendía la conversación que él mantenía con la empleada de la panadería, desde antes de que yo abriera la puerta de mi casa para salir. Le respondí que qué pena y que ya volvía, que lo había dejado por omisión en casa, a menos de cinco metros de donde estábamos.
Y me devolví los metros escasos que tiene la calzada que separa esa panadería y la dirección donde vivo.
Regresé con mi tapabocas como correspondía hasta la ventana ubicada sobre la pendiente de la calle 82 sur por donde no pasaba nadie en ese momento. El agente seguía con su visita a la empleada y cuando me acerqué a la vitrina principal (sobre la carrera 60) para ver mejor la parva, él me hizo algunas recomendaciones más. Yo, pensando que el carácter espontáneo o informal era un derecho no solo de la tendera de la panadería, le di mi opinión sobre la situación de pánico que se estaba generando por culpa del protagonismo de los mandatarios, que parecían en campaña con sus desfiles y despilfarros. Los congresistas y ministros también.
La carrera 60 con calle 82 sur, donde estábamos frente a frente de pie, no está en Nueva York ni en el perímetro urgente de los hospitales de las megaciudades de Brasil. La Estrella tampoco es un barrio de Madrid, en España, donde realmente sí ha habido una emergencia sanitaria, ya que el COVID-19 había entrado a Europa sin dejarse percibir prácticamente, cuando no se sabía nada sobre la enfermedad. Estábamos en mitad de la calle y no en el patio de una de las cárceles hacinadas del Inpec.
Les recomendé —no solo a él sino a la empleada de la panadería, que me esperaba a que precisara el pedido— que visitara algunas fuentes periodísticas globales y que leyera los anuncios oficiales del Gobierno nacional desde Bogotá, para que no se confundieran más con los memes y los medios sensacionalistas de las redes sociales comerciales.
Además las restricciones más severas y obligatorias son para los grupos vulnerables reales (los adultos mayores, los ‘abuelitos’ que recomendaba con su tono de hermano preocupado, el presidente Duque salvaguardar sobre todas las cosas, como a los papás que había dejado en casa para comprarles la mediamañana al otro lado de la cuadra) y que mientras nos manipulaban con la idea de la crisis mortal para recoger plata y desviar los asuntos importantes de los gobiernos, los mandatarios de muchos municipios ya preguntaban cómo iniciar la escalada preventiva de desconfinamiento.
De hecho, muchas de las zonas rurales y distantes del departamento de Antioquia se encuentran sin un solo caso y, teniendo en cuenta la manera como se vive en esas áreas, la propagación no será nunca de niveles alarmantes. Ahí estaba El Colombiano como prueba.
Aunque él diga que fue agredido e insultado y hasta “faltado” al respeto por mí, solo le dije que La Estrella tenía otras zonas que necesitaban más de la presencia de la autoridad y de su valor, y que el área metropolitana del Aburrá no es una zona de alto riesgo ni lo sería mientras Medellín hiciera bien las cosas.
Él me pidió la cédula, le dije que no la traía porque era mi papá el que tenía permiso de salir y que solo estaba en la calle para reemplazarlo en una compra, que había salido sin billetera con la plata precisa para mercar algo y regresarme, pues tenía un compromiso virtual de trabajo a punto empezar en la red.
Señor agente, iba a perder mi cita en Internet y me iba a dejar confinado en la calle, al sol por donde pasaba todo el mundo: los infectados y los no infectados con COVID-19.
Que me echara para atrás, me dijo inmiscuyendo a la gente que pasaba en el altercado bajo el argumento desproporcionado de que el planeta entero está en crisis y que yo podía ir a gestionar con el Presidente Duque o el Alcalde en persona porque si la Policía quería me pondría tres o cuatro multas o las que quisiera.
Las galletas de queso finalmente no las pedí con la esperanza cobarde de que no se me pudiera acusar de nada y ahorrarme la multa y devolverme a mi casa, que estaba a menos de cinco metros de la panadería.
Él tampoco me iba a dejar volar y que me quedara esperando ahí hasta que él quisiera. Ellos como policías habían estado confinados, dijo, en la escuela de instrucción sin salir durante un año, pero los civiles lloramos por casi nada. Un comparendo por mis insultos, una multa más por salir sin el tapabocas, otra por andar sin la cédula aunque hubiera sido la acera de mi casa, bien lo estipulaba el Código de Policía. Un comparendo, sobre todas las cosas, por salir a comprar en un día que no tenía pico y cédula. Y otro más, si él hubiera querido por desconocer que la ciudadanía debe obedecer y acatar lo que diga la autoridad forzosamente.
En este punto, once de la mañana, cualquier cosa que yo opinara más era usada como agravante, comprendí que estaba en problemas ante el abuso desproporcionado del agente que vigilaba el cruce de la carrera 60 con la calle 82 sur el 20 de mayo de 2020 en el municipio de La Estrella, por eso no les aclaré que si ellos iban a la escuela de formación era por libre decisión y no para reemplazar alguien como mi papá, que no tenía permiso de salir a hacer vueltas superfluas por ser mayor de setenta años en días de coronavirus.
Sería bueno y mucho más amigable para todos, pensaba yo mientras esperaba y firmé la pantalla Tactic, que la Policía tuviera claro lo que está pasando y no se dejara encandilar más por el protagonismo que las crisis o estados de emergencia otorgan a ciertas instituciones que no tienen más importancia que la de respaldar a la ciudadanía y a cada uno de nosotros sin importar lo que aparentemos ser.
Ya una vez el oficial o suboficial me explicó el debido proceso y cómo agotar el protocolo, aproveché que el día siguiente, jueves 21 de mayo, tenía permiso (pico y cédula) para ir a la administración municipal e iniciar el proceso de apelación al comparendo.
Volví a cruzar la calle 82 sur, a mostrar mi cédula en la esquina de carrera 60 aunque esta vez sin saludar y sin fijarme en sus ojos aunque me llame un creído. Aunque se sientan humillados, nunca más charlaré, opinaré ni hablaré nada delante de alguien que lleve el uniforme de la Policía Nacional de Colombia.
Por Cruz Correa T.
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