Entonces preparas la maleta y te diriges a un sitio que no habías visitado en quince años, dispuesto a propiciar encuentros y reencuentros, a sumergirte en rostros y voces y abrazos verdaderos.
El invierno en Siberia invita a recogerse en la tibieza, a ver el mundo a través de cristales que separan del frío y la blancura, del anochecer temprano, del paisaje desierto de donde las criaturas también han desertado. La noche es larga y callada y solitaria, podría invitar a pensar que has llegado donde estás porque erraste el camino, pero basta un gesto leve y distraído para que el mundo parezca estar más cerca, para que voces e imágenes amadas se asomen y resuenen en ese espacio donde solo sonaba el refrigerador de vez en cuando, algunos pasos remotos en un piso de madera, un ladrido distante, un silencio elocuente y constante que ya dura tres lustros y no parece dar indicios de querer acabarse.
Basta hundir un botón para encender una pantalla y que aparezcan las fotos, los videos, los status, los viajes, las fiestas, las opiniones, las filosofías de vida, los poemas apócrifos, los resúmenes de fin de año donde la tristeza no cabe. Si el afán de contacto es mayor, basta tocar en la pantalla el dibujo de un botón para escuchar voces que te hablan al oído, que habitan el lugar y te acompañan en este exilio elegido, porque el lugar donde naciste enloqueció, porque buscabas silencio y tranquilidad para escribir, y tu plegaria fue atendida con lujo de detalles.
Pero hay hambres que los cristales no sacian. El hambre de los ojos que quieren ver un rostro al frente tuyo, real y verdadero, fluyendo en el aire y en el tiempo, mirando y respirando, reflejando pensamientos con su danza de músculos, aferrándose con avidez a esos instantes, a esa vida siempre breve y fugaz que le ha sido regalada. El hambre de la piel que quiere el toque de unas manos, el roce de mejillas, la gozosa y eterna ingravidez de los abrazos: ese sentir que rodeamos, que somos y estamos en el mismo lugar con otra alma inabarcable.
Entonces te llenas de motivos y preparas la maleta y te diriges a un sitio que no habías visitado en quince años, dispuesto a devorar la realidad, a propiciar encuentros y reencuentros, a sumergirte en rostros y voces y abrazos verdaderos, a tocar y ser tocado por las vidas de los otros.
Y así llegas a la ciudad que recorrieron hace mucho otras versiones tuyas: el niño de catorce, el joven de diecinueve al que la vida le tenía reservado un duro golpe y el hombre de cuarenta, maltrecho y dispuesto a seguir adelante. Ves nacer ante ti nuevas historias, nuevos vínculos y rostros que quizá recorrerán al lado tuyo lo que queda de camino. Ves surgir de las ruinas del tiempo recuerdos e historias, relaciones que dejaste abandonadas desde hace decenios. Conoces por fin los detalles de una muerte que todavía duele y que apenas ahora parece verdadera. Aprendes, tal vez demasiado tarde, las palabras que una tía reservaba para momentos difíciles. Terminas ese viaje convertido en melcocha de emociones y, al final, vuelves al frío, a la noche temprana, al silencio que ya te estaba extrañando, y miras por la ventana y repites, como si fuera una plegaria, las palabras de Aura Arango: “Tristecitos, tristecitos, hay que seguir adelante”.