El reino que era para mí

Los niños son nuestros primeros clientes, los más exigentes no tanto por lo que piden sino por lo que dejamos de enseñarles a comer.

Cocinar es una hermosa expresión de nuestra cultura. Por eso si emitimos mandamientos o acusaciones, si les decimos a las personas qué deben hacer para comer, no funciona. Al revés, si proponemos descubrimientos y damos significados y sentidos a la alimentación, estamos yendo por un camino certero. Y estoy convencido de que aprender de cocina se refiere siempre a la infancia.

Fui el fruto de dos familias antagónicas, una epicúrea y omnívora donde los hombres jugaron un papel relevante en la cocina; y otra asceta y casi vegetariana, cuyo objetivo principal era alimentarse y hacerlo rápido. Por fortuna de mi abuelo gozador aprendí a encontrar placer en las cosas pequeñas y heredé el placer de cocinar y de comer.

Los viernes camino a Oriente hacíamos múltiples paradas técnicas siempre marcadas por productos culinarios: el chicharrón, el quesito, las verduras, entre otros. La planeación de almuerzos y de cenas era casi militar con la suficiente flexibilidad requerida por desconocer el número de comensales.

Así mi infancia se nutrió de olores a canela, manzanas, masa fermentada emitida por hornos, de carbón cosquilleando con las carnes de un asador, de ollas parpadeando cocciones largas de sancochos y mondongos pantagruélicos.

Al contrario de mi experiencia, observo hoy una estirpe de desencantados, aprendiendo con el profesor Google la pedagogía culinaria. Enfocados estrictamente en generar hábitos saludables, conscientes para tratar no sé qué intolerancia y alergia de moda. Nos olvidamos de que nuestra infancia es el tesoro de los sabores y las experiencias que conectan con momentos que ya de adultos serán una máquina del tiempo. Es la niñez la que organiza y transmite una cultura de cocinas caseras, siempre cálidas, humildes y cotidianas, liberadoras de toda pretensión.

Los niños son nuestros primeros clientes, los más exigentes no tanto por lo que piden sino por lo que dejamos de enseñarles a comer. El tiempo que se pasa en la mesa debería ser popular, lúdico, intergeneracional, amigable, federativo y tiene que ser económicamente accesible.

Cuando la familia participa de este intercambio, se tatúa un recuerdo de por vida. Cuando le damos a un niño un pedazo de comida, él está inventando un mundo entero alrededor de este, pero sobre todo, está modelado su futuro y sin duda será uno delicioso.

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