Nada, o muy poco, sabía sobre ser mamá. Sorpresas son las que me he llevado en este camino, como la cantidad ilimitada de respuestas que tienen que haber a una misma pregunta, los escasos segundos que hay entre un anuncio de ganas de hacer pipí y realmente hacer pipí, la realización de que no podemos cambiar la posición de la luna para que el muchachito la pueda ver desde la ventana del carro, solo por mencionar algunas.
Yo crecí en el mundo del “Qué, no. Señora.”, del “Respete a sus mayores.” Crecí pensando que todo se lo debía a Dios y que, si no le rezaba o si no compartía mis juguetes, me iba a castigar. Crecí comiéndome el plato entero a pesar de estar llena porque los niños en el África tenían hambre, y crecí pensando que al que mataban “por algo sería” o “en algo andaría”, hasta que enterré a mi hermano que no debía nada ni andaba en nada diferente a lo que anda un chico de 19 años.
A pesar de tantas reglas sociales, mis padres, médicos por convicción y sanadores de vocación, lo que mejor me enseñaron fue a no etiquetar. Y eso me incluía a mí misma. A parte del “Qué, no. Señor(a)”, el respeto no era hacia los mayores. Era hacia todos. Dios era el que uno mismo creaba, artista de toda la naturaleza y resolvedor de todo lo que uno no entendiera. Y el plato… En el plato se servía lo que uno se iba a comer y listo. En mi casa mis hermanos y yo montábamos los Transformers en los ponys para que fueran más rápido y les dábamos de comer empanadas de plastilina y café en tacitas de Hello Kitty.
El niño Dios dejó de existir cuando mis padres me llevaron a una casita de adopción a compartir con otros niños, y me pregunté que, si era tan bueno, por qué no les traía regalos; y para acabar de ajustar, les había quitado a sus papás. Esa pregunta me la hizo Cristóbal mi hijo cuando tenía 4 años y en el colegio le contaron la historia de Noé y el diluvio. “Mami, si Dios es tan bueno, ¿por qué ahogó a todo el mundo?” Yo de inmediato le respondí que, al contrario, le había dicho a Noé que construyera una barquita y montara una pareja de cada especie para que se pudieran salvar. “Sí, pero montó al papá y a la mamá de cada uno de los alimales y ahogó a los hijos.
Los niños perciben el mundo de una forma muy distinta, pero no por eso menos lógica. Cuando le digo a Antonia que no use mi maquillaje porque me lo va a dañar, me pregunta si entonces cuando me muera lo puede usar. También le pidió a una amiga mía que se murió, que por favor no lo volviera hacer porque eso de ella morirse me había puesto muy triste.
Y Cristóbal insiste con que no son sandalias sino andalias porque uno anda. Uno no sanda. Y, ¿la verdad? Tiene toda la razón. Entonces yo, como según él soy escritoria y me puedo inventar palabras, ahora me pongo las andalias y me pongo a andar al lado de él y de su hermana.