Después de desearles el Feliz Año, decirles que mi cabeza deambula por el 2017, pero mi cuerpo se resiste, enfrentar de nuevo la página en blanco, buscar la inspiración por la ventana y cosas así, toca estirarse y arrancar.
Que se note que estoy viva, pienso. Que sobreviví, me digo con sorna. Porque es que atravesar las casi mil páginas de El laberinto de los espíritus y no sucumbir en el intento, no es asunto menor.
Lo digo porque en este último libro de la tetralogía de El cementerio de los libros olvidados, a Carlos Ruiz Zafón se le fue la mano en 200 o 300 páginas saturadas de torturas y asesinatos que, a fuerza de descripciones detalladas y repetitivas, se vuelven lugares comunes que esparcen ruido en un buen libro que se deja leer de una sentada en su primera mitad. Asumiendo las frases de cajón y los diálogos sobrantes que se dan silvestres en cualquier paginaje de este calibre.
Hasta que empiezan a aparecer varias historias paralelas, algunas de las cuales van urdidas como extensiones de pelo en el argumento. (¡Una tijera, por favor!) No era necesario confundir al lector, en especial al recién llegado, con cabos que quedan sueltos y personajes secundarios y perecederos, algunos de poquísima monta. En cuanto al remate, no deja –no me dejó a mí, subjetividad total- ningún sabor de asombro. No es un final de antología.
De la saga de El cementerio… he leído los cuatro tomos que la componen. Quince años –los mismos que el autor catalán lleva escribiéndolos– enganchada a los misterios que rodean la vida de la familia Sempere. A personajes como David Martín y su demonio Andreas Corelli, al fascinante Fermín Romero de Torres, a Isaac Monfort con su torre de impresos sobre los hombros, a Julián Carax sobreviviente del fuego, a la enigmática Isabella, al desdibujado Daniel Sempere, a la Barcelona gótica y oscura…
Me gusta como escribe Ruiz Zafón y para nada me predispone el hecho de que sea una máquina de producir bestsellers (la primera tirada de El laberinto, a finales del año pasado, fue de 700 mil ejemplares y sus obras han sido traducidas a cuarenta idiomas), aunque el gancho publicitario de que es el autor español más vendido en el mundo después de Cervantes, si bien obedece a una información técnicamente cierta, en la práctica no resiste el análisis.
Comparar El Quijote con El cementerio… es de desproporciones bíblicas.
De los cuatro libros: La sombra del viento, El juego del Ángel, Prisionero del Cielo y El laberinto, el primero es, de lejos, el mejor; el segundo es mediocre, el tercero vuelve a subir un poco el listón y el cuarto sin ser uno-de-los-libros-que-no-te-puedes-perder, está bien. Y eso que Zafón dice que es su libro “más luminoso”. Discrepo.
En este mamotreto “luminoso” que transcurre casi todo a finales de la década del 50, la policía investiga la desaparición del ministro Mauricio Valls, prohombre del Régimen –sí, de Franco– y antiguo director de la tenebrosa cárcel de Montjuic en Barcelona. Y para tal fin elige a la niña mala Alicia Gris y al curtido capitán Vargas, al tiempo que se dan a conocer a cuentagotas los secretos que campean por la librería de los Sempere. Hasta ahí lo que podríamos denominar la pepa de la nuez. El resto son arandelas. Unas menos prescindibles que otras, pero arandelas.
De los personajes nuevos -dicen que algunos son guiños a libreros, editores y escritores, amigos del novelista- hay dos que no sólo brillan con luz propia, sino que bien podrían ser protagonistas de una historia aparte que no tuviera que ver más nada con Sempere y Cía. Son Alicia –se roba el show con creces– y su compañero de fórmula. Me encantaría ser calvete y regordete y barbado y apellidarme Ruiz para saberlos recrear a fondo. (Sólo para eso).
En cuanto al homenaje a los libros que rinde CRZ a lo largo de toda la saga, mis respetos; es monumental.
ETCÉTERA: Conclusión, vale la pena leerlo. Con todo y decepciones, si se deciden a hacerlo no se arrepentirán.
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