Con la gris seguridad de que las cosas serán de tan bajo perfil, más el anticipado tedio de imaginarse trabajando un domingo desde horas en que apenas valen la pena las cobijas, uno va resignado a la capacitación programada por la Registraduría, dominado por la idea de que, más allá de la compleja explicación del álgebra del voto preferente, lo demás no es sino un formalismo. Error craso, sin embargo, pues algunas de las cosas dichas y explicadas en el cursillo terminan por verificarse por más que se antojen imposibles, o se revelan de importancia por más que parezcan banalidades.
El equipo completo de jurados designados para atender una mesa de votación siente el desconcierto del día del Juicio Final cuando un ciego se arrima pidiendo su tarjetón en braille. Con la ligera impresión de que algo de eso fue mencionado en la capacitación, los jurados se miran unos a otros hasta que a alguno -aunque lo más probable es que sea al mismo sufragante- se le ocurre consultar con el delegado oficial de la Señora Registradora. Y como las cosas humanas son singulares hasta más no poder, un episodio como éste puede verse adornado con hechos como que el ciego reciba sus tarjetones en braille para Cámara y Senado pero que, ante la imposibilidad de recibir la consulta popular en un formato semejante, acepte que él sí ve “un poquito”; o que los jurados, cuatro horas después y en medio del maremágnum del escrutinio, yerren sus cuentas por no ver -ironía de las ironías- el voto en braille, refundido quién sabe dónde.
En otro momento, una despampanante señorita se allega a la mesa preguntando por el lugar en que le corresponde votar, y, con la cálida intención de ayudarle, un jurado le pregunta cuál es el número inicial de su cédula. La mujer, sin dudarlo un momento, declara que éste es 71, y cuando el incrédulo funcionario transitorio le pregunta si está segura de que ese serial masculino le corresponde, ella, omitiendo dulcemente la estupidez de la pregunta, lo ratifica en medio de la más convincente zalamería: “Sí, corazón”. Ahí se advierte, entonces, que la casilla destinada en el acta de mesa para registrar el sexo del elector algún sentido tiene, y mucho más cuando, más allá del libre tránsito que algunos verifican entre las comarcas de la “M” y la “F”, el nombre originalísimo de otros no deja adivinar, ni a oído de buen cubero, de qué clase de criatura humana se está hablando.
Un hombre, sin duda situado al otro lado de la línea de jubilación, se hace presente en la mesa más para importunar que para hacer uso de sus derechos democráticos, convencido de que los jurados son demasiado jóvenes, sinónimo para él de indiscutible incompetencia: reclama airado porque le extienden el tarjetón con la mano izquierda, porque el lapicero es rojo o porque el certificado electoral no es de su color favorito (teniendo razón por lo menos, quién va a dudarlo, en negarse a que marquen su dedo con la dichosa tinta indeleble inflamable). Ahí, entonces, el jurado Presidente de Mesa se da cuenta de que la potestad que se le ha dado para requerir ayuda de la fuerza pública no es, ni mucho menos, una broma. Pero tantos temperamentos y personalidades en juego ya se han combinado hasta el colapso, y los formularios para registrar la votación ya están colmados de enmendaduras y aclaraciones escolares. Los jurados, apocados, tiemblan con sólo recordar que, allá en la capacitación, ante la pregunta de qué hacer si se erraba al escribir el nombre del sufragante, la Registraduría -no se sabe si con sabiduría o cinismo- había dicho por boca de sus funcionarios que aquello era un delito gravísimo sin posibilidad de enmienda.
No es uno, en últimas, jurado de las aptitudes de ningún congresista o presidente, pero lo es, al menos, de la variopinta condición humana.