/ Bernardo Gómez
En una hermosa casa en el centro de la ciudad, cuya arquitectura republicana la convirtió en un atractivo turístico local, se destacaban sus hermosos jardines y en ellos un rosal de rosas rojas que deleitaba la vista de todos. Pero un día aquel bello rosal dejó de florecer; lo visitaron varios peritos hasta que se encomendó a un afamado botánico para que descubriera el porqué de su problema de florescencia.
Primero analizó la tierra; supo que no era la más adecuada pues tenía grumos de cemento y escombros, materiales seguramente tirados durante el tiempo de construcción, justo en el lugar donde estaba el rosal. Además, toda la lluvia que caía en ese extremo del techo, se descargaba en el bajante que daba a la planta, generando exceso de humedad; otro factor desfavorable se daba por la ubicación del rosal: mientras en la mañana no recibía sol, el poniente le daba con toda su fuerza, el muro contiguo se calentaba y también le generaba calor adicional.
El botánico encontró un sinnúmero de porqués en la historia previa de la tierra y en el ambiente circundante, pero también en el rosal y en su crecimiento: su variedad no era adecuada para ese tipo de clima, fue plantado fuera de tiempo y de pequeño había sufrido un accidente que por poco acaba con él. Todo esto sin contar con el grave problema de polución que se vive en el centro de la ciudad.
¡Cuántos traumas y condicionantes! Leer el informe era como para desesperarse. ¿Qué se podía hacer? Aparentemente se trataba de circunstancias irreversibles. La suma de todos los porqués del pasado del rosal no daba ninguna explicación sobre el para qué de su existencia en ese lugar y en esas condiciones. Buscaron de nuevo al botánico para pedirle un consejo pero, sobre todo, querían saber para qué la planta estaba allí y no en otro lugar. ¿Para qué se le pedía a aquella pobre planta que viviera en esa geografía e historia con tantos condicionantes negativos? Y él, que era un hombre de ciencia, les respondió: “Pregúntenselo al jardinero”.
Tenía razón. La respuesta estaba integrada en un plan mucho más amplio que el de la simple historia comprobable de la planta. El jardinero tenía un proyecto que abarcaba todo el jardín; en su sabiduría, conocía muy bien todo lo que con su ciencia descubriría el experto y, sin embargo, quiso que el rosal viviera y embelleciera dolorosamente aquel rincón, comprometiéndose a vigilar sus ciclos y a defender su vida amenazada. Esto dependía de un plan nacido en la sabiduría de su corazón, y, por tanto, no podría nunca ser investigado por la ciencia, que reducía su búsqueda a la mera existencia de la planta individual considerada en su geografía concreta. Mientras transcurría esta compleja discusión, el rosal volvió a florecer, tan hermoso y radiante como siempre, cumpliendo el propósito para el cual fue sembrado allí.
Al médico le puedes preguntar sobre el porqué de tu dolor, al psicólogo sobre la raíz de tus traumas, al historiador y al sociólogo por el pasado que te condiciona, pero el para qué fuiste llamado a la vida aquí y ahora, eso tienes que preguntárselo a Dios. Jesús decía: “Mi Padre es el Jardinero”.
(Adaptación de un cuento de Mamerto Menapace)
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