Era el año 1793, pleno auge de la Revolución Francesa. Uno de los jefes de la República, quien había asistido al saqueo de las iglesias y a la matanza de los sacerdotes, Reveillere-Lepaux, se dijo: “Ha llegado el momento de reemplazar a Jesucristo. Voy a fundar una religión nueva, acorde con la razón y el progreso”. Después de algunos meses intentando propagarla, defraudado, fue a ver al primer cónsul, Napoleón Bonaparte. Desconsolado, le dijo: “Increíble, Señor. Mi religión, tan razonable y hermosa, no prende”. -“Ciudadano”, le dijo Napoleón. “¿Queréis de verdad hacer competencia a Jesucristo? No hay más que un medio. Haced lo que hizo Él: haceos crucificar un viernes y tratad de resucitar el domingo”. Lépaux no creyó conveniente aventurarse a tal ensayo.
Jesucristo es el gran patrimonio de toda la humanidad, es el gran regalo que Dios Padre nos ha concedido sin merecerlo. Un Dios que se hace uno de nosotros, para enaltecer nuestra humanidad, un Dios que se entrega por la fuerza arrolladora del amor sin límite, un Dios que ama hasta la locura de hacer lo impensable, lo ilógico: morir ignominiosamente para mostrarnos la grandiosidad de su amor. Jesús nos pertenece a todos, no es propiedad intelectual de ninguna religión, iglesia o congregación; Jesús trasciende nuestras pobres y limitadas categorías humanas, contaminadas de celos, intereses y hasta mezquindades. Todo aquel que lo acepte, lo escuche y lo ame en su corazón recibirá el premio de la salvación; Él ya nos salvó, basta abrir los ojos, el alma, la vida, todo nuestro ser y aceptar la salvación, aceptar su palabra, su vida, su obrar. Él aguarda paciente, Él llama a la puerta, espera a que le abramos, para sentarse con nosotros a la mesa. Hoy encontramos muchas ofertas de redención, algunas esotéricas, otras científicas o filosóficas, pero ninguna satisfactoria, pues todas son frenadas y opacadas por la muerte. Jesucristo no solo habló de esta devastadora realidad inherente a todo ser humano sino que la venció. Él venció la muerte resucitando al tercer día, ratificando que todas sus enseñanzas son verdad, que su palabra es palabra de vida eterna y que quien cree en Él no morirá para siempre.
Jesús partió la historia de la humanidad en dos: por eso se dice antes de Cristo y después de Cristo. Hoy en cualquier lugar de la tierra, a la hora de ubicar algún suceso histórico en los anaqueles del tiempo, hay que tomarle a Él como punto de referencia. Sus enseñanzas siguen vigentes, tan frescas y actuales como hace dos mil años. Los célebres y famosos ideales que con tanto orgullo proclamó la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, los había tomado del pensamiento cristiano; la libertad de los hijos de Dios, la igualdad capaz de abolir toda forma de esclavitud, y la fraternidad de quienes se reconocen hermanos en un mismo Padre Dios.
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El gran patrimonio de la humanidad
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