Decir que un período histórico y cultural se cierra por la muerte de una persona, no deja de ser una afirmación retórica. Sin embargo, alrededor de 1520 confluye una serie de acontecimientos que consolidará nuevas formas artísticas.
Puede afirmarse que hace 500 años, con una catástrofe imprevisible, se cerró el ciclo extraordinario del Renacimiento italiano. En efecto, el viernes santo, 6 de abril de 1520, falleció en Roma Rafael Sanzio, artista nacido en Urbino 37 años antes, también un viernes santo, el 28 de marzo de 1483.
A todo el mundo le pareció una tragedia inexplicable, empezando por su principal mecenas que era el mismísimo Papa y, con él, toda la Iglesia católica. El cardenal y erudito Pietro Bembo escribió el epitafio que todavía hoy aparece sobre su tumba en el Panteón de Roma: “Aquí está Rafael; la gran madre de todas las cosas [es decir, la naturaleza] temió quedar vencida por él cuando vivía, y al morir él, temió morir ella también”.
En 1550, Giorgio Vasari afirma: “A punto estuvo de morir la pintura cuando este noble artista murió, pues, cuando él cerró los ojos, ella casi ciega se quedó. […] ¡arte de la pintura, puedes sentirte feliz de haber tenido un artista que te elevó al cielo gracias a sus virtudes y costumbres!”.
Era como si, casi de repente, Roma hubiera perdido al último de los más grandes artistas que le habían dado gloria y grandeza en los años recientes.}
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Cierto: decir que un período histórico y cultural se cierra por la muerte de una persona, aunque sea alguien tan importante como Rafael, no deja de ser una afirmación retórica. Sin embargo, la fecha adquiere un cierto valor simbólico porque alrededor de 1520 confluyen una serie de acontecimientos desdichados que van a influir en la consolidación de nuevas formas artísticas, ya no renacentistas, que, de manera retrospectiva, es posible descubrir desde la última década del siglo anterior.
En 1508 Miguel Ángel empieza a pintar la bóveda de la Capilla Sixtina; Rafael llega a la ciudad a finales de ese mismo año para recibir, en primer lugar, el encargo de la pintura de las Estancias Vaticanas, unas grandes salas de ceremonia del Palacio Apostólico. Poco a poco acumula los principales encargos del papado y de la nobleza romana, cada vez más convencidos de que es el más extraordinario artista vivo.
Leonardo da Vinci, por su parte, llegó a Roma en 1513 con el propósito de trabajar para León X, nombre que asumió Giovanni de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, que acababa de ser elegido Papa; pero nada bueno hubo para Leonardo: “los Médicis me han creado, los Médicis me han destruido”, escribirá más tarde al referirse al fracaso de su estancia romana.
Finalmente, tras varios viajes por Italia en comitivas oficiales, en 1516 decide aceptar la invitación del rey Francisco I e irse a Francia. También en 1516 Miguel Ángel sale de Roma para regresar a Florencia. Parece un triunfo, pues lleva un encargo espléndido del papa León X: construir la fachada de la basílica de San Lorenzo, la iglesia particular de los Médicis, una de las grandes obras del primer Renacimiento, levantada por Brunelleschi junto al palacio familiar. Sin embargo, empieza allí un destierro de Roma que se extenderá durante 18 años porque, en realidad, la dramática energía de Miguel Ángel, su “terribilidad”, expresión del furor neoplátonico florentino, no gusta en el ámbito romano.
Cuatro años trabaja febrilmente en el diseño de la fachada y en la elección y corte de los mármoles necesarios, convencido de que esta será la más importante obra en la historia de la arquitectura y de la escultura italianas. Es un trabajo doloroso porque, como mezquinamente quería el papa Médicis, eso lo aparta casi totalmente de la obra de la tumba de Julio II que era el gran proyecto del artista. Pero es también un trabajo perdido porque el 10 de marzo de ese trágico 1520 León X decide cancelar el proyecto de la fachada sin dar ninguna explicación a Miguel Ángel quien se sume en una profunda crisis.
En realidad, poco después recibirá el encargo de la Sacristía Nueva de San Lorenzo que será una de sus obras más extraordinarias, pero que lo aleja de Roma durante mucho tiempo más.
Ya el 2 de mayo de 1519, menos de un año antes que Rafael, había muerto Leonardo da Vinci en Amboise, Francia. Ahora, Miguel Ángel parece muerto en vida, a su manera destruido también por los Médicis. Como se ha dicho, el 6 de abril muere Rafael. Dos meses después, el 15 de junio, León X condena a Lutero como hereje; el 3 de enero de 1521 lo excomulga y la Iglesia, que había fundamentado la unidad cultural de Occidente, se divide. En 1522 la peste azotó la ciudad con tan violencia que se creyó que toda la población iba a perecer. Pero la catástrofe se abate con especial fuerza a partir del 6 de mayo de 1527 cuando las tropas alemanas y españolas de Carlos V saquean la ciudad durante tres días y destruyen y roban gran parte de sus joyas artísticas; el “Moisés” de Miguel Ángel, escondido en un taller que el artista conservaba en Roma, se salva de milagro; además de numerosos soldados y de casi toda la Guardia Suiza, mueren unos 45.000 habitantes, de una población total estimada de 85.000.
A estas catástrofes se agrega un sentimiento generalizado de crisis política, económica, cultural y filosófica que, con distintas fuentes, se extiende por todo Occidente. Ya es imposible sostener la ficción del Renacimiento romano. En 1534 volverá Miguel Ángel a Roma, llamado esta vez por Clemente VII, con el encargo de pintar El Juicio Final, de la Capilla Sixtina; el papa muere a finales de ese año, pero lo sucede Pablo III, el papa que realmente impulsará el genio del artista cuya “terribilidad” y dramatismo se impondrá en todos los terrenos del arte. Será la consolidación del Manierismo.
El papa Clemente, que con su encargo facilita el triunfo de esas ideas en Roma, era Julio de Médicis, hijo de Juliano y sobrino de Lorenzo el Magnífico. Por tanto, en cierto modo simbólico, también al ciclo del Renacimiento podrían aplicarse las palabras de Leonardo: los Médicis lo crearon, los Médicis lo destruyeron.