/ Jorge Vega Bravo
Comparto con los lectores la alegría de iniciar un nuevo ciclo en este noble oficio de escribir. Esta es mi columna No. 101 en Vivir en El Poblado. Cuando me comunico con los lectores estoy lleno de preguntas: me asisten las propias dudas, el camino recorrido, mis luchas interiores, la música, los seres que amo, los pacientes. Recuerdo a Georg Glöckler: “Las preguntas son puertas abiertas”.
En este encuentro mediado por la tecnología, la tinta y el papel, observo que una de las columnas más leídas en estos cuatro años largos es “El sentido del yo ajeno”. Me referí a este sentido superior, en el contexto de tres de las situaciones que impiden el desarrollo libre del ser humano y predisponen al cáncer: 1. El desarrollo intelectual precoz. 2. Los problemas que genera la falta de movimiento y uno de sus efectos: el pobre desarrollo de la voluntad. 3. El fomento del ego en la cultura actual con sus consecuencias: el egoísmo y el egocentrismo, donde se pierde el sentido del reconocimiento del yo del prójimo y del propio organismo. Voy a reflexionar sobre la dificultad para establecer relaciones y su origen.
El desarrollo equilibrado del niño en los primeros años está fundamentado en el cultivo de los cuatro sentidos corporales o inferiores: el sentido del tacto, el vital, el sentido del equilibrio y el del movimiento. Cuando un niño toca libremente lo que tiene en su entorno y es tocado con amor y calidez, desarrolla respeto y veneración y tiene la opción de practicar –como adulto– el reconocimiento del otro. Un sentido del tacto sanamente desarrollado se transforma en con-tacto, en sentido del tú. (M. Buber)
Reconocer el yo de otro ser humano es un acto consciente de aceptación de su individualidad; es la percepción de su proyecto de vida, de sus límites y sus posibilidades. La amistad y la relación de amor están fundamentadas en el reconocimiento de mis límites y en la percepción de la organización del yo del otro. La antropología antroposófica distingue entre el ego y el yo. El ego es el producto de la historia de vida y se va formando a través de ella. Es la estructura de la personalidad que busca reconocimiento y termina esclavizándonos. El ego se equilibra en la aceptación de los límites en la fuerza moral. El yo es el principio espiritual del ser humano y su aspecto más elevado. La organización del yo es una parte del yo humano que se manifiesta en varios planos: en el plano biológico como sistema inmune: él identifica lo compatible y lo extraño al cuerpo. En el plano emocional como guía de las facultades anímicas del pensar, sentir y actuar. Y en el plano existencial como la esencia del ser, que tiene un propósito de vida y puede reconocer el propósito de los otros.
Cuando el ego se impone sobre el yo, se abre la puerta para las enfermedades graves. La debilidad del sistema inmune predispone a las infecciones o al cáncer. En un tumor, el yo biológico no puede actuar soberanamente. La medicina moderna reconoce que la actividad del sistema inmune está relacionada con las vivencias y su elaboración psíquica. Nuestra actitud incide en la predisposición al cáncer: la resistencia a establecer vínculos, la soledad, la desesperanza, la agresividad contenida, la rigidez emocional y el egoísmo. A estas se suma la búsqueda del éxito a ultranza. Cito complacido a nuestro colega Juan S. Restrepo en “Diatriba contra el éxito” (Ed. 619): “Este mundo ya ha sido gobernado durante mucho tiempo por personas exitosas que nos tienen al borde del abismo”. Necesitamos pensar más en reconocer al otro y menos en triunfar. Tarea difícil pero posible.
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