Día a día me pregunto por qué no conseguimos un mejor nivel de salud a pesar de los avances tecnológicos y de infraestructura de la medicina actual.
La humanidad ha conseguido aumentar la expectativa de vida: la media mundial subió de 30 años en la Edad Media a 66.7 años en 2005. Pero el contraste es grande: mientras en Japón es de 82 años y en Latinoamérica de 70, el promedio africano es de 55 años con extremos como Zambia con 37,5 o Sierra Leona con 40,8 años.
Además de las medidas de higiene y salud pública implementadas desde el siglo 19, tres logros del siglo 20 contribuyeron a mejorar esta expectativa: el descubrimiento del suero oral para el tratamiento de la diarrea, los antibióticos y las vacunas. Y aunque los dos últimos han salvado muchas vidas, su uso inadecuado se ha convertido en un serio problema.
Los grandes logros de la medicina occidental no pueden ocultar sus limitaciones. Ya en 1976, Iván Illich (pedagogo mexicano-austríaco 1926-2002) en su libro “Límites de la Medicina” plantea que “la medicina institucionalizada se ha convertido en un serio peligro para la salud”. Las valientes tesis de Illich dejan un sinsabor por no ofrecer perspectivas claras para salir de la crisis.
La medicina moderna reconoce que los hábitos de vida, las relaciones con el entorno y las condiciones socioeconómicas son determinantes de la salud, pero el enfoque final no está dirigido a modificar estos factores sino a diagnosticar y combatir la enfermedad.
La OMS señala a la pobreza como la enfermedad más mortífera del mundo.
El Reporte de la Salud en el Mundo en 1995: “La pobreza es el mayor determinante de la salud individual y comunitaria, y más aún, es el principal reto de nuestros tiempos”. Y un patólogo convencional como Virchow (1821-1902) afirmó: “Para dar salud, el problema no radica en la construcción de más hospitales o clínicas, sino en unas profundas reformas económicas, políticas, laborales y sociales”.
Hasta el siglo 9 se aceptaba que el ser humano estaba constituido por cuerpo, alma y espíritu. En el año 869 en el Concilio de Constantinopla se negó la existencia del espíritu en cada ser humano y se afirmó dogmáticamente que estamos constituidos por cuerpo y alma. Esta bipartición persiste en la educación actual.
En 1858 con la publicación de la Patología Celular de Virchow, se niega también el alma y se afirma que somos materia corporal viva. Se nos presenta un hombre unidimensional y se afirma que las cualidades anímicas son expresión de lo corporal. La realidad elemental del hombre según Virchow, es la célula. El alma y el espíritu se convierten en “la expresión de procesos materiales de una unidad diferenciada que es la célula” y desde entonces el materialismo científico es el fundamento de la medicina. Pero esta visión materialista del mundo sólo es válida para el estudio de lo físico-inorgánico.
Con el materialismo científico la medicina se aleja cada vez más de la salud y se acerca a la enfermedad. La educación médica occidental está fundamentada en un modelo que estudia cómo se genera la enfermedad (modelo patogenético) y cómo se combate, pero no busca causas que trasciendan lo biológico. Necesitamos un modelo que tenga la capacidad de enfocar las causas de las enfermedades desde una perspectiva más amplia. Si trascendemos el modelo científico-materialista podríamos pasar de la excelente atención brindada a los accidentes y las enfermedades agudas, a un abordaje adecuado de las enfermedades crónicas y degenerativas. Uno de los aspectos que impiden esta evolución es el dogmatismo científico de la medicina actual. Desde mediados del siglo 19 el modelo biológico ostenta la exclusividad, pero “la ciencia debería ser un campo de investigación libre en el que las distintas corrientes metodológicas se interesaran unas por otras” (Fintelmann).
La medicina antroposófica puede proporcionar herramientas para que la medicina científica salga de esta encrucijada, ya que no sólo mira la enfermedad en la persona sino que se ocupa de la persona, del individuo frente al proceso de la enfermedad. Ella concibe al hombre como un ser trimembrado constituido por cuerpo, alma y espíritu e inmerso en una organización social que también influye en su salud. Profundizaremos en el modelo médico antroposófico como un modelo salutogenético en una próxima entrega.