/ Elena María Molina
La sociedad actual, y en particular Occidente, asimila religión y violencia. Buscamos muletillas como creencias sin dios y movimientos humanitarios de buena conciencia. La copa se llenó de dogmas y fanatismos y se desparrama en emociones, crimen y búsquedas inconducentes.
Como lo sugieren tantos filósofos hoy en día, Freud nos contó que rechazar un deseo lo que suscita es que el mismo aparezca después en formas sustitutivas. Él lo centraba en lo sexual, y lo que importa saber es que una búsqueda –deseo espiritual–, es fundamental en cada ser humano. Tenemos sed, sed de infinito. ¿Y cómo escapar a esa exploración que hoy en día genera tanto malestar?
El alimento es indispensable a la vida, y la nutrición espiritual es la que da sentido al pan cotidiano. Es la que nutre la estructura de cada ser y de toda una sociedad.
Son el hambre y la sed de infinito los que nos permiten ir mas allá de lo cotidiano, explorar paisajes insospechados, elevarnos. Son ese hambre y esa sed los que abren las fronteras de las estructuras nocivas en que vivimos.
Nos mueve el deseo. Sin él se acaba la vida. Pero no se trata de cualquier deseo o de desear por desear, pues eso carece de sentido. Y la verdad es que el deseo carece de sentido y eso es lo que lo hace más “deseable”. Nunca sabemos que deseamos hasta que comprendemos que deseamos. Porque el deseo surge de la maravilla de sentirse vivo. Lo demás son medios, recursos para lograrlo.
Los místicos entienden que el deseo es tan importante que se despojan de todo para ser no más que eso: deseo. Tratar de apagar el deseo es incrementarlo, su voz se hace más apremiante, y aparece luego como un grito visceral o con la violencia que nos sorprende. Afuera y en nosotros.
El deseo obedece, entonces, al amor o a la ira. Si es por el amor, el infinito se despliega y nos habla porque nos concierne, y si es por la ira, el camino es el de la destrucción que cotidianamente nos toca.
Por eso el espíritu religioso, deseo de infinito –para decir lo que es– se vive desde el interior con un Dios o un ser interno vivo que nos invita a la vida, a la creación. O a un Dios del cual Nietzsche, con toda la razón, dijo: Dios ha muerto. El Dios exterior, que es un simple instrumento útil y que triunfa en Occidente.
Ese ser no puede limitarnos, ese Dios no puede ser un límite para el hombre. Esa es la vía negativa impregnada de moral y de política. Por esa nos seguimos matando. Y lo sentimos a Él, en contra.
La vía del ser interior es la vía de la apertura del hombre a posibilidades imperecederas, a sentir que en amor siempre se suma, se incrementa, se conquista una tierra prometida para ir siempre hacia una nueva tierra y una nueva realidad.
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