Para muchos, ya no se considera civilizado el ejercer violencia, así sea simbólica e indirecta, contra los niños que no se comportan según las expectativas de los adultos.
Un hilo en Twitter intitulado Pedagogía en estado puro contiene un video donde un papá intenta darle de comer a su bebé, pero este se niega. El adulto agarra entonces un peluche y le propone la comida que el hijo también declina. El papá golpea el peluche y ofrece de nuevo la comida al niño que acepta instantáneamente. Los participantes en el hilo se dividen entre quienes defienden el método del papá por considerarlo eficaz y quienes lo ven como bárbaro. Algunos, que no disponen del tiempo necesario, se inclinan por técnicas expeditas que se aparentan más a la domesticación que a la educación. Otros, con más disponibilidad, recurren a la lúdica: “juguemos a que tu boca es la entrada de un hangar y cada cucharada es un avión…”.
A partir del siglo XIII de nuestra era, se instala en Occidente la idea de que la única manera civilizada de dirigirse a la transgresión consiste en castigar al transgresor con un sufrimiento equivalente al de la falta cometida. Alvaro Pires, profesor de derecho de la Universidad de Ottawa, acuñó el término “racionalidad penal” para referirse a esa reacción que es común al derecho penal, a las religiones monoteístas y, en gran medida, todavía, a la educación.
Esta perspectiva está muy arraigada entre los colonizadores de América, pero las naciones originarias no la comparten para todas las transgresiones, particularmente para las cometidas por menores. En su libro Dans le grand cercle du monde, p. 298, que no parece traducido al español, Joseph Boyden, otro autor canadiense, nos ofrece un testimonio de cómo en el siglo XVII, Christophe, sacerdote jesuita que vive entre los hurones, percibe una de las costumbres de aquellos:
“Si hay algo a lo cual jamás me acostumbraré, es la incapacidad que tienen estos Salvajes de castigar a sus niños. Durante todos los años que he pasado entre ellos, nunca vi a un adulto levantar la mano con ira sobre un niño. Ese es uno de los primeros comportamientos que debemos esforzarnos en modificar. Y esto, Señor, no será posible mientras no los hayamos convertido”.
Ya grandecita, la hija adoptiva de un jefe de la misma comunidad que acoge a Christophe decide orinarse en las pieles que sirven de cama a su padre buscando ofenderlo. Él ni siquiera le hace un comentario al respecto. Simplemente cambia sus pieles por las de ella. Veo un parentesco entre la actitud del jefe y la defendida por la justicia penal de menores, tal como se constituye en Occidente hacia finales del siglo XIX, que considera a estos como ciudadanos en formación, que merecen varias oportunidades antes de que, quizás finalmente, se les castigue.
La polémica generada por el hilo al que se refiere el inicio de esta columna ilustra lo que considero un momento de quiebre donde, para muchos, ya no se considera civilizado el ejercer violencia, así sea simbólica e indirecta, contra los niños que no se comportan según las expectativas de los adultos.
PS: Agradezco a Ana Bettschen sus pedagógicas correcciones a esta columna.