/ Bernardo Gómez
Hace algún tiempo, leyendo un fragmento del diario del escritor francés Charles Du Bos, me llamó la atención la narración que hace del cambio substancial que está surgiendo en su escala de valores. “Hasta ahora –dice– mi trabajo se cernía sobre mí; ahora yo me cierno sobre mi trabajo.” Y reconoce que “el prestigio y el valor del prestigio han ocupado un puesto demasiado importante, desproporcionado”, en su vida. Y que debe establecer una nueva pirámide de valores en su vida, porque quiere que, en el futuro, estén “Dios en la cumbre”; después, su mujer y su hijita; en seguida, inmediatamente después del amor a los suyos, más por encima de su trabajo, “la esfera inmensa de pertenencia al prójimo y no menos las tareas nacidas de la comunidad”.
Si nos pidieran dibujar sobre un papel la pirámide de nuestra vida, ¿nos sería posible expresar con claridad cuál es nuestra escala de valores? ¿Podríamos con exactitud explicar cuál es la razón o razones que justifican nuestra existencia? Estos y otros interrogantes más profundos dan cuenta de una dimensión fundamental de nuestro ser: la dimensión espiritual, que no solo se refiere a lo religioso o a lo ritual; es aquello que nos posibilita dar sentido, un propósito, un significado a nuestra existencia.
Un hombre espiritualmente activo, continuamente se pregunta por el sentido, la razón última que da significado y valor a su existencia personal. En el evangelio de Mateo (16, 13–20) Jesús plantea a sus discípulos dos preguntas, la primera es fácil de responder, incluso para nosotros, creyentes del siglo 21: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. La segunda es una cuestión de gran profundidad e implica una respuesta de tipo vivencial: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Nos hemos acostumbrado a responder de forma enciclopédica, pero definitivamente hay respuestas que no podemos encontrar en el “sabelotodo” de Google, hay respuestas que solo brotan del corazón del hombre que sabe hacer uso de su fuerza espiritual.
No estoy enunciando preguntas retóricas, sino cuestiones que todo ser debería responder sin titubeo alguno. Lo sorprendente es que gran parte de la humanidad vivimos sin preguntarnos cuestiones que deberían ser fundamentales: ¿Qué es para mí el prestigio? ¿Qué importancia doy al éxito? ¿Qué significa el dinero en mi escala de valores? ¿Antepongo mi trabajo a mi familia? ¿Qué ocupa mayor parte de mis energías: mis ideas o mi prójimo? ¿Qué me dolería más: perder mis esperanzas o mis amistades?
Este desplazamiento de valores es normal –y obligado– en todo individuo espiritualmente consciente. Que la inexperiencia de la juventud nos lleve a idolatrar el éxito es casi inevitable. Ya empieza a ser preocupante el que alguien –a cualquier edad– sitúe el dinero o la comodidad por encima de sus sueños. Sin embargo, lo que es realmente delicado es que lleguemos a la adultez sin reconocer que los otros son –y deben ser– el centro de cualquier alma que no quiera estar vacía. Pero ¿qué cantidad de personas de verdad reconocen su centro en el servicio y en el amor a los demás? Pues como bien lo expresa el evangelio de Mateo (6, 21) “porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Y la mayoría tenemos el corazón en tesoros de fantasía. En ocasiones trabajamos tanto que, al final, ya no sabemos qué sentido tiene. El trabajo nos esclaviza, en lugar de realizarnos. Pesa sobre nosotros, nos dirige, en lugar de ser nosotros quienes lo gobernamos; creemos que luchamos por algo y somos simples máquinas.
Es el momento de comenzar a aclararse y preguntarnos cuáles son los verdaderos ejes de nuestra vida, porque si trocamos la pirámide de las cosas importantes, acabaremos aplastados por su propio peso.
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