“El sembrador, sudoroso, tomó un puñado de semillas y las tiró al surco. Los granos de trigo ocuparon sus lugares, conscientes de su importancia para los hombres. Pero entre ellos había un diminuto grano oscuro.
-Quítate de aquí, enano -le gritó una semilla sobre la que había caído el grano negro. Y una carcajada recorrió los terrones que con el tiempo se convertirían en rubios trigales. Se burlaron de su pequeñez las amapolas y los hierbajos que, escasos, quedaban en la tierra limpia para la siembra. Y hasta se cruzaron apuestas sobre la altura que alcanzaría… ¡tan pequeña era! Y un rastrojo de la anterior siembra juró que nunca había visto nada igual y que aquella cosa oscura no era más que una piedra y como piedra quedaría para siempre.
La pobre semillita negra no se intimidó por las burlas. Había nacido para dar fruto, para transformarse y convertirse en algo valioso: no sabía en qué ni para quién. Pero debía cumplir su cometido. Y como para empezar no necesitaba demasiado espacio se acurrucó en un pedacito de tierra. Pronto echó raíces, pues aquel era un buen suelo, bien nutrido y húmedo. El invierno fue duro. Su tallo, tierno, poco a poco, con mucho esfuerzo, se abrió camino hacia el cielo. Pasada la primavera, llegó el caluroso verano y la que había sido considerada minúscula piedrecilla sobresalía en el trigal. Las espigas observaban calladas su crecimiento asombroso, no atreviéndose a hacer predicciones sobre un fenómeno que desbordaba todos sus pronósticos.
Un día pasó Jesús por allí. Iba acompañado de sus apóstoles y seguidores. Les hablaba del Reino de los Cielos al que estaban destinados los hombres y que debían comenzar ya en la tierra (…).
Jesús observó la planta que sobresalía. Mirad el grano de mostaza -dijo-. Es la semilla más pequeña, pero cuando crece se convierte en la más alta de las plantas del sembrado, se transforma en árbol frondoso y los pájaros anidan en sus ramas (Mt 13, 31-35)”.
Cada uno de nosotros puede identificarse con ese pequeño grano oscuro. Con frecuencia nuestros fracasos, flaquezas y equivocaciones nos hacen sentir los más pequeños; caemos en el abismo del sinsentido, en la soledad y la frustración. Hemos dado todo y todo parece derrumbarse. Pero entran la fe, la perseverancia y la tenacidad. Dios obra de manera misteriosa, cuando menos cavilamos. Y donde menos lo imaginamos se realiza el milagro del tan anhelado fruto; estaba más cerca de lo que sospechamos.
Es en lo simple donde se halla la respuesta, es en las pequeñísimas conquistas de cada día cuando se logran los grandes prodigios. Qué valiosa y vigente enseñanza del Maestro: Las cosas realmente importantes en la vida requieren tiempo, paciencia y perseverancia; lo simple, sincero y cotidiano nos catapulta a la felicidad. No importa en qué lugar o en qué momento de la siembra te encuentres; no importa si eres semilla, sembrador, agua o suelo; confía en aquel buen sembrador que te esparció como semilla en esta tierra y en este tiempo, aguarda tranquilo, confía y en silencio contempla gozoso la obra para la que Él te llama.
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Diminuto y Oscuro
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