Recuerda mi hermana que mientras crecíamos, mi mamá y mis tías nos decían: “Rápido, rápido, rápido”. Agrega que no entendía el objetivo de correr tanto, pero así crecimos. Hoy pienso que teníamos que correr porque las mamás tenían tantas ocupaciones, que había que encontrar tiempo para todo. Era un mecanismo de supervivencia, un asunto de adaptación.
Alimentarnos es un placer y un reto diario. Tomarnos el tiempo de elegir y preparar nuestras comidas no responde a esa variable “rápido, rápido, rápido” con la que crecí. La cocina es un asunto de amorosa paciencia, espera, dedicación. Pero, a lo largo del siglo XX, ésta también fue presa de la prisa, corrió hasta dar vida a la comida rápida, como la supuesta solución a un mundo en el que el reloj corre igualmente presuroso. Otra vez: un mecanismo de supervivencia.
Hoy tengo la posibilidad de bajar el ritmo, de acogerme al manifiesto del Slow food movement que dice: “Comencemos desde la mesa con la slow-food, contra la estandarización producida por el fast-food, y redescubramos la riqueza y los aromas de la cocina local”. Pero llega la hora del almuerzo y, si no estoy muy conectada, el turbo automático de mi cabeza pone el modo “rápido, rápido, rápido” y no hay forma de darle una oportunidad al “porvenir mejor” que propone el movimiento de origen italiano.
Pienso que estoy en la anti-carrera. Si antes debía entrenarme para hacer muchas cosas en poco tiempo, hoy la idea es hacer una en mucho tiempo. Saber que cuando hago la pausa para preparar la comida voy a conectarme con ello, a prestar atención a los procesos y a darle el tiempo suficiente a los alimentos para que potencien sus nutrientes y su sabor. Es como echar marcha atrás.
¿Cómo lograrlo?, me pregunto. Aceptando el momento de vida actual. Recordando que la adaptación es una respuesta inteligente. Agradeciendo la posibilidad de elegir soltar el acelerador. No siempre me gusta. Aunque a veces solo quiero que alguien me prepare una hamburguesa con papas fritas y seguir el ritmo frenético del reloj, sé que desacelerar vale la pena. Entonces empiezo la lista del mercado, elijo dónde comprar los alimentos, imagino lo que comeremos, hago mi humilde mise en place (disponer todos los elementos en su lugar) y me dispongo.
Me sirve verme en los espejos propios o ajenos. La semana pasada, mientras me tomaba unas fotos, llegó al local una mamá joven con una bebé de brazos y un niño de acaso dos años. Los acompañaba la abuela, quien olvidó algo en el carro (esto no debe pasar cuando vamos de prisa). Mientras me atendían, la dependiente le dijo a la clienta que le cobraba después de tomarle las fotos: “no, cóbreme ya para ganar tiempo; yo vivo de afán”. Otra víctima del “rápido, rápido, rápido”. Quizás ella tampoco sepa por qué debe correr tanto.
De vuelta a mi cocina, a mi entrenamiento, no todo sale bien siempre. No siempre todo sabe bien. Sin embargo, el acto de intentarlo es otro alimento. Ensayar es la premisa. Entrenar para la anti-carrera, la estrategia. Y pues que venga esa hamburguesa también de cuando en cuando. Si el apuro no me funciona hoy, las prohibiciones tampoco.