/ Elena María Molina
Agua vida, agua muerte. Agua creadora y agua destructora.
En las fuentes de agua nace el amor y en ellas se generan cambios trascendentales que fertilizan, transforman y limpian la vida del ser humano. El agua regenera, es un principio de sabiduría inagotable. En múltiples culturas y tradiciones ancestrales el agua es símbolo de la semilla divina y hace parte de su cosmogonía.
El agua es sensación, es sensibilidad y es sensualidad. Es alegría y llanto: acompaña el fluir de la vida como existencia humana, pasa ondulando y jamás toca dos veces el mismo punto. El agua, como la vida y como el amor, se puede transformar en líquido, en pantano, en fango y en hielo.
Como tantos mitos nos lo recuerdan, es importante reconocer la vida en las aguas internas y las superiores, creadores de los cielos. En estos relatos qué bueno entender que los tiempos de sequía como los de fertilidad, todo corresponde a un estado interior. Que el Ser que nos habita es la fuente donde brota todo lo que somos, seremos y quisiéramos ser. Es el corazón y sus impulsos y en su inteligencia el que comanda nuestras acciones. El es el motor del goce en la realidad material que vivimos y cada vez que nos alejamos de nuestra verdad, el desierto reaparece.
La ausencia de agua se personifica en el desierto. Cuando la vida es como el desierto, árido, el corazón está seco. Desiertos que simbolizan ciclos que cada ser humano debe atravesar cuando nos separamos de lo esencial, de nuestra esencia. La vida en esos momentos es yerma, seca, estéril e improductiva. Es cuando no estamos en relación con nuestro ser interior y nos es difícil entrar en relación con otros. Nuestro ser se encuentra dividido y la exigencia para reencontrar la unidad, la humedad para ser fértiles y fecundos, es el regreso a la fuente de vida interior, es establecer una relación justa con ella.
Por eso atravesar el desierto es un estado interior, porque como el camello, el Hombre posee en él todos los recursos para hacerlo. El camello es el animal que lleva en él la provisión de agua y alimento necesaria para sobrevivir durante varios días. Qué animal tan íntimo y particular, portador del agua y símbolo de un movimiento superior, guía y compañía para ir hacia tierras mas fecundas, hacia dimensiones más prosperas, a transitar por la vida en compañía de sí mismo, consigo mismo.
Recorren juntos la dupla Hombre – Camello, atraviesan el desierto con sus recursos interiores, hasta llegar a un nuevo pozo, a un espacio más profundo, en medio de tinieblas, un espacio donde va a encontrar un agua nueva, una nueva realidad, el ascenso de una claridad: un nuevo guía. No existe una meta física, se finaliza la travesía al asumir la austeridad del desierto para luego adoptar la riqueza vivificante del agua fecundadora: el origen de la felicidad.
“Y es la experiencia del desierto que exige del Hombre la más alta dimensión de si mismo”. Lo importante es saber y sentir, que la fuente es sobre todo interna. Que lo seco contiene lo húmedo y viceversa, en una alquimia que va aclarando la vida emocional, paso definitivo hacia el reconocimiento de la incursión de lo espiritual en la vida material.
La comodidad del estilo de vida contemporáneo, ultraconectado y hedonista, con frecuencia nos lleva al desierto. Salir de la zona de confort y perder una zona de seguridad, es emprender el tránsito del desierto. Si los recursos (el camello) están llenos de agua fecundadora, el desierto dignifica, verifica y engrandece a quien lo atraviesa. No hay que esperar que el agua brote para abandonar tierras – comodidades que ya han entregado el fruto. Hay que ponerse en marcha para que una nueva realidad más gozosa, el agua por fin brote.
El agua es la perfecta metáfora del cambio de tierra en buena compañía. Del cambio de realidad y del cambio de conciencia. Herramienta para dejar atrás y pulir realidades que ya entregaron lo que tenían que brindar para que brote un agua nueva y construyamos un nuevo fruto interior.
“Lo que uno tiene de cierto, lo encuentra en el desierto” Luis Enrique Mejía: ¡Maestro!
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