Después, apenas habituado uno al escenario, rápidamente hay que sorprenderse por el carácter revolucionario de la reunión, pues semejante convención familiar poco tiene que ver con la conservación de tradiciones -que es lo que uno imagina que se defenderá en cualquier lugar en que haya una madre en ejercicio-, ya que las instructoras no hacen otra cosa que advertir, a cada minuto, que “todo ha cambiado”. El famoso jugo de tomate de aliño ahora es descrito como pernicioso -cosa que, sinceramente, poco hay que lamentar-, se ordena condenar al cuarto de los chécheres aquel caminador en que se divirtieron las tres generaciones que antecedieron al infante en cuestión, se postergan hasta el medio año las sopitas insípidas que usted y yo, lector, comimos a los tres meses, y etcétera. Hay que ver la melancolía resignada con que las dos o tres abuelas que por casualidad se han colado en el recinto escuchan esos evangelios de la novedad.
Pero, en verdad, ¿todo ha cambiado? El modo lento y gradual como se ha dado la evolución humana hace suponer que los estómagos de los bebés de hoy son iguales a los de sus colegas de hace 60 años, y que sus piernas son igual de gelatinosas (eso sí, reconozco que ya quedó en el pasado esa viciosa costumbre de nacer con los ojos cerrados). Cuánta amargura se evitaría si se aclarara a las desconcertadas madres y abuelas que lo que cambia no son más que las creencias e impresiones de los médicos a propósito del cuerpo humano y sus misterios, y si se advirtiera que los mandatos de los galenos pueden ir y venir tal como lo hizo la minifalda en el siglo XX. Y para ejemplo una chupa: hace mucho tiempo, ese adminículo fue inventado para lograr el sosiego de los niños, obsesivos en aquello de la succión; luego, se prohibió por creerse que deformaba la mordida, y no hace mucho se difundió el revelador descubrimiento de que los niños que usan la chupeta están más a salvo que otros de morir súbitamente. Pronto, entonces, se enseñará en los controles de crecimiento que es de obligatorio uso ese entretenimiento de goma, y es fácil imaginar el tono en que se hará esa advertencia: casi como un regaño, como si fuera responsabilidad de un padre de familia saber, día a día, en qué caprichosos descubrimientos anda la medicina.
Al final de dos horas de conferencias y mediciones, repletas las cabezas con mil datos nuevos y por completo opuestos a los que hasta ese día se manejaban en casa, termina el control de crecimiento y desarrollo. Pero en el mismo momento de salir, se entera uno casualmente de un chisme revelador: ni la convincente nutricionista ni la rígida psicóloga tienen hijos, y mucho menos la joven higienista. Esa sí que es la última y mayor de las sorpresas: ahora resulta que el experto no tiene experiencia. La abuela abatida, enterada de este pormenor en el mismo umbral de la EPS, sonríe con sarcasmo.