“La creación artística es inspiración más trabajo, deleite más tormento”, escribió Stefan Zweig. Navegar en el tormento es una magia para envolverse.
Todos podemos crear, de la misma manera en la que todos podemos creer… En mi cabeza todavía retumban estas palabras, una suerte de fórmula para la superación personal, un mantra para cambiar cierto estilo de vida, una ilusión. Animada por ellas, en medio de ese sentimiento profundamente humano de tedio que hemos tenido que mirar a los ojos durante esta pandemia, decidí que 2020 sería el año en el que me dedicaría a crear.
Ya antes había tenido aproximaciones a la creación. Cuenta el mito familiar que aprendí a tocar guitarra muy pequeña, arte que abandoné. También hubo intentos con la flauta y con la pintura. Bailé tango durante algunos años y encuentro una especie de remanso en la cocina. Además, de alguna manera, escribir aún sin ser escritora es un oficio que involucra ese misterio, esa explosión que ocurre cuando creamos y que se parece tanto al suspiro como a la vida misma, porque ambas se cruzan y encuentran sentido en la fuerza del instante.
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Pero, la mayoría de ellas, a excepción de la escritura y de la cocina, fueron más deseos de mi madre y de mi padre que míos. ¿Qué pasó, entonces, en 2020? En este año de retos y de aprendizajes la creación apareció como una necesidad. De repente me desperté y vi frente al espejo a una mujer sumergida en horas eternas de teletrabajo que encontraba en sus pequeños descansos una excusa para mirar el celular. Una vida apagada entre un mundo de pixeles que prometían mantenerme conectada con eso que tanto extrañaba. Una falsedad de la que nos hemos ido enterando.
Conozco la tecnología y las mediaciones de las pantallas; las he estudiado, visto y recreado, y vivir teledirigida no era una opción. Necesitaba hacer algo con mis manos que no fuera escribir en un celular o en un computador.
Vivo en El Carmen de Viboral, ese bello municipio del Oriente de Antioquia que se pinta de colores, paisajes y de sonrisas, y fue así como el tiempo y el espacio se unieron en el más terrenal de los elementos: el barro. Decidí entonces que en 2020 me dedicaría a la cerámica. No soy buena, lo admito. Ni moldeando ni pintando. Pero, cada vez que me encuentro con una mesa donde hay arcilla o pigmentos, el mundo entero pareciera desaparecer, todo se borra y soy incapaz de observarme a mí misma; solo puedo crear ese mundo imaginario cuando me olvido del mundo real.
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Un amigo cercano me dijo que era demasiado brusca para encontrar la belleza, y tiene algo de razón. Pero, el barro, me ha enseñado de la fuerza que se amasa, de la calma que se pule y del olvido que se expresa en una pieza que se quiebra entre tus manos para enseñarte de la paciencia, y para decirte que a veces tienes que unir los pedazos y armarlos para vivir una y otra vez. Encontrar deleite en el tormento, lo dijo Zweig en una hermosa conferencia que hoy es manuscrito, y que puede encontrarse con el título El misterio de la creación artística.
Tal vez a veces no busquemos crear, sino que el crear, audaz como una chispa que se sale de dos piedras para crear el fuego, nos busca a nosotros para salvarnos del océano precipitado en el que a veces nos sumergimos. Tal vez la creación no sea algo más que una orden superior.