Un arte público, surgido apenas en los últimos años, parece salvarse de triunfar por la sola conmiseración colectiva, y ello por razones que tienen que ver con el refinado talento y la impecabilidad del atuendo con que se lleva a cabo. Me refiero a las obras mudas representadas por esas falsas estatuas que, cuando uno menos piensa, se han instalado en medio de la acera más concurrida o junto al edificio más flamante de la ciudad. Para empezar, ocurre que tales emulaciones de la mujer de Lot -actuaciones que, paradójicamente, son mejores mientras más nulas sean- son perfectas, y al punto de que, si uno permanece contemplando la escena nada más que un par de minutos, con seguridad acabará viendo a algún niño boquiabierto que se arrima a palpar los brazos o piernas del fingido monumento para convencerse si realmente lo recorre la sangre en su interior. Eso sí, la gente bien informada afirma que, cuando algún oportunista ha tratado de birlar las monedas de premio que se acumulan a los pies del artista, éste, olvidado por completo de su inmovilidad profesional, le ha perseguido como si, más que un Simón Bolívar improvisado, fuera el indiscutido campeón mundial de los cien metros planos.
Pero tan sorprendente como el perfecto estatismo que puede fingir lo que realmente es el cuerpo palpitante de un ser humano, es el disfraz escogido para el número. Una película uniforme de pintura broncínea cubre al prócer de ocasión desde la copa de su sombrero y hasta la punta de sus zapatos, haciéndolo parecer realmente esculpido en un metal que, incluso, despierta en el sol la tentación de reflejarse y en las palomas la de posarse a evacuar filosóficamente sus excrementos. Atrás han quedado los tiempos prehistóricos en que los pioneros del oficio se envolvían en sábanas blancas y se aplicaban mascarillas de harina de trigo, pues ahora se ha dado paso a refinadas pinturas que, supone uno, han de aplicarse con sofisticados adminículos en algún recóndito taller hogareño en que los hijos y la mujer de la estatua desempeñan labores de rigurosa utilería. ¡Qué inolvidable espectáculo debe ser observar a un monumento de esos saliendo de su casa, recién pintado y adobado con toda regla! ¡Y la estatua en el metro, agarrada a uno de los tubos o sentada impecable entre la curiosidad de la gente de carne y hueso! ¡El hombre de piedra pidiendo el menú del día en cualquier restaurante durante su hora de descanso! Imaginaciones ociosas, solo sugeridas por la perfección de la imitación.
Muchas fórmulas se han ensayado para mejor ocupar el tiempo de los desempleados o para mejor llenarles los bolsillos, y la verdad es que en el caso aquí estudiado pasa desapercibida la especialísima oportunidad de conjugar talento y utilidad social. En este país ceremonioso -república henchida de pompa y visitantes ilustres-, las estatuas vivas deberían elevarse a la categoría de funcionarios públicos, con todas las garantías inherentes a tal estado. Desmontables y numerosas, simularían ser efigies de los próceres de la Independencia durante las paradas militares o las visitas de presidentes vecinos. O, los domingos, ocuparían en las plazas de mercado los sitiales de los monumentos derruidos que nadie se interesa en reparar. Trabajarían nada más que ocho horas al día en los palacios municipales, en las catedrales o en los museos de bajo presupuesto. Ahora mismo deberían solicitarse las hojas de vida, exigiéndose como experiencia la representación de algún héroe nacional durante un mínimo de dos meses y el grosor de las venas várices que han de formarse como condecoración a una paciencia tan original.