/ Etcétera. Adriana Mejía
De la vida, obra y muerte de John Fitzgerald Kennedy tengo la constancia que reporteros, comentaristas, fotógrafos, políticos, investigadores, especuladores, autores de libros y demás aportantes a la construcción del mito JFK han querido que tengamos desde el 22 de noviembre de 1963. Ese día, en Dallas, Lee Harvey Oswald, cuya única misión en la vida parece haber sido la de dar en el blanco, acabó con la existencia del hombre más poderoso, hermoso y carismático –millonario, además– de la aristocracia prefabricada de Norteamérica, e hizo las veces de partera de una leyenda que en lugar de debilitarse con el paso del tiempo, se fortalece. Engorda como hígado de pato, camino al paté.
Y, que conste, no quiero faltarle al respeto; ni a él, ni a su memoria; por eso me remito solo a comentar los aspectos más cinematográficos, basada en la sabiduría popular que siempre nos ilumina con sus dichos y refranes. Me refiero, en este caso, al que dice que no hay muerto malo (ni novia fea, ni papá mal estudiante). Sobre todo si ha sido personaje público y la muerte le llegó de manera prematura y trágica: las tres características fundamentales para que un simple mortal alcance la cima de la gloria eterna. El martirio.
Me pregunto, ¿cuál sería el lugar ocupado por Kennedy en la memoria colectiva del Planeta si Oswald lo hubiera dejado terminar su gobierno y vivir lo suficiente para contarlo y defenderse de sus críticos? Porque los hubiera tenido, y muchos. Al menos eso es lo que uno deduce cuando lee los aportes de tantos analistas y ve los seriados de tantas cadenas. Casi todos coinciden en que el aura que rodea a JFK es por cuenta del futuro que encarnaba, antes que por las realidades que le sobrevivieron para la historia (incluso hay detractores que argumentan que la mayoría de sus promesas fueron incumplidas y que su paso por la Casa Blanca fue mediocre).
Todo, alrededor de esta figura irrepetible, son interrogantes no resueltos, misterios no desvelados.
Repasando publicaciones, ahora exacerbadas con la conmemoración de los 50 años del magnicidio, encontré que muy buena parte de las maravillas del llamado Clan Kennedy, empezando por el fundador del mismo –contrabandista de licor, déspota, amigo cercano de la mafia de Chicago–, fueron espejismos cultivados por asesores de imagen, “endulzados” por los bolsillos del cacique, míster Joseph. Así fue como a un joven bien plantado, demócrata, católico, héroe de guerra y ambicioso, que manejaba la televisión como un actor protagónico, que decía a la gente del común lo que quería oír, que refrescaba los acartonados debates electorales, que tenía una esposa de revista y que encarnaba una realeza inexistente, lo entronizaron en el corazón de Washington D.C.
Sin importar que tras su figura atlética hubiera un enfermo crónico repleto de dolores y pastillas, que tras su apariencia de “buen partido” hubiera un enfermo mujeriego, que tras su defensa de los derechos civiles hubiera un timorato que tardó mucho en reunirse con Martin Luther King y que ordenó chuzar teléfonos a diestra y siniestra; que tras su decisión de retirarse de Vietnam hubiera multiplicado en miles de soldados las tropas gringas en el país asiático… Sin importar, mejor dicho, que tras el príncipe del cuento de hadas (Camelot) en el que él mismo se dejó meter y, además, fomentó, hubiera un hombre común y corriente, con virtudes y defectos. Impensable. Pasa que la humanidad necesita mitos, leyendas, mártires… Nos falta evolucionar para dejar de inflar hígados de pato, que aquí igual los tenemos.
Etcétera: Si algo debemos agradecer a Kennedy fue el manejo de la crisis de los misiles rusos en Cuba (1962, plena Guerra Fría), que evitó el probable estallido de la Tercera Guerra Mundial.
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