No conozco Hay-on-Way, el pueblecito de Gales donde en 1988 nació el Hay Festival, con el fin de compartir los gustos literarios de sus habitantes. (Me encantaría conocerlo, la llamada ciudad de los libros debe oler a gloria). Ni tampoco había asistido –exceptuando una que otra charla en Medellín– a ninguna de las versiones del festival que en la última década también se celebra en quince ciudades del mundo. Pero fui al de Jericó y reviví el de Hay-on-Way, como si ya hubiera estado allí.
Un déjà vu producido por la belleza del pueblo –que suple, por ahora, la falta de librerías con museos, un teatro recién recuperado y una actividad cultural efervescente-, la calidez de sus gentes, la calidad de la programación y el interés genuino de los asistentes. (Vedettes pocas, muy pocas; debieron haberse devuelto con los crespos hechos, la atención no estaba en ellas).
El Hay Jericó no tuvo desperdicio.
Lo mejor para mí: el periodista español, Xavi Ayén, conduciendo a Héctor Abad por los vericuetos de las lecturas que lo hicieron escritor; Juan Diego Mejía dándole cuerda a Xavi Ayén para que soltara pormenores de aquellos años del boom; el mesías de las plantas, el botánico español Carlos Magdalena, atragantándose con la narración de su experiencia fascinante; Pilar Quintana y Santiago Gamboa haciendo revelaciones sobre lo que hacen o no hacen a la hora de sentarse a escribir; y, muy especialmente, la película documental de la realizadora antioqueña, Catalina Mesa: Jericó, el infinito vuelo de los días.
Mágica. Tanto, como la noche estrellada que ambientó su proyección al aire libre, en pleno parque, la noche de apertura.
Tantas veces te mataron/ Tantas resucitarás/ Cuántas noches pasarás/ Desesperando/ Y a la hora del naufragio/ Y a la de la oscuridad/ Alguien te rescatará/ Para ir cantando.
La voz de Mercedes Sosa entonando La Cigarra, de María Elena Walsh, retumbó en mis oídos, que no en la película, cuando empezaron a llenar la pantalla gigante: Chila con sus camándulas sin cuenta colgadas en la pared y sus faldas XXL moviéndose rítmicamente por las calles del pueblo; Fabiola, delgada como un silbido, acicalando su propio y muy completo santoral; Luz lavando montañas de maíz, amasando y asando arepas. Ana Luisa, estudiosa, profesora, memoriosa; Celina, doctorada en labores del campo –difícil que alguien ordeñe mejor que ella-, llorando con cada gota de leche la desaparición forzada de un hijo; Licinia, coqueta, sentada frente a la máquina de coser, celebrando su soltería; y así.
Mujeres que con sus vidas duras, sus recuerdos intactos, sus pesados anonimatos, sus historias particulares…, me hicieron sentir esa noche el orgullo renovado de ser mujer.
(Heroínas del diario vivir las debe haber por miles aquí, solo que la indiferencia social las mantiene encerradas en sus silencios).
Mujeres que con sus vidas duras, sus recuerdos intactos, sus pesados anonimatos, sus historias particulares, sus arrugas elocuentes…, me hicieron sentir esa noche el orgullo renovado de ser mujer.
Auténticas todas, cada una a su manera. Bellas, con esa belleza que no dan los implantes de silicona ni los rellenos de no sé qué cosa ni las sonrisas congeladas por el bisturí. Su belleza proviene del canto interior con el que vencieron la oscuridad:
Cantando al sol/ Como la cigarra/ Después de un año/ Bajo la tierra/ Igual que sobreviviente/ Que vuelve de la guerra.
Tienen lo que hay que tener, lo que todas deberíamos tener: cigarras en la piel.
ETCETERA 1: Hasta siempre Rocío Vélez de Piedrahíta. Gran persona y escritora.
ETCÉTERA 2: Imperdible The Smiling Lombana, la película documental de Daniela Abad.