De Alejandro Obregón se debe reconocer siempre lo esencial: su potencia cambió la manera de pintar en Colombia, creó nuevas estructuras de composición e hizo explotar los colores.
1920 es un año clave para la historia de las artes en Colombia. El Museo Nacional lo celebra con una exposición titulada “Cien por ocho” que destaca una circunstancia excepcional: en ese año nacieron Alejandro Obregón, Edgar Negret, Cecilia Porras, Lucy Tejada, Nereo López, Manuel Zapata Olivella, Enrique Grau y Manuel Humberto Rodríguez. Un grupo de artistas de todos los campos cuya obra va a determinar muchos aspectos de la cultura colombiana en la segunda mitad del siglo 20, en un momento en el cual se comprende la urgencia de entrar en diálogo con una contemporaneidad que revoluciona el mundo entero. Por supuesto, no se trata de una lista excluyente, sino más bien de un grupo de pioneros a quienes se unirán muchos más en los años siguientes.
Cualquiera de ellos merece toda nuestra atención y el reconocimiento de sus aportes. Pero Alejandro Obregón tuvo siempre una especie de primado entre los nuevos artistas, quizá por una característica que lo destacó entre todos ellos: una exuberancia y vitalidad creativa que abrió rutas inéditas en el arte colombiano. No se trata de repetir ideas que en los años 50 y 60 llegaron a ser dominantes, según las cuales con estos artistas y, de manera particular con Obregón, se iniciaba finalmente una historia del arte colombiano que valiera la pena considerar, porque las suyas eran creaciones que habían superado el folclor y la artesanía que, según se decía, había dominado las generaciones anteriores. Quizá nadie cree ya en esa clase de juicios. Pero es cierto que entonces sí aparecieron nuevas formas de entender el arte.
Mucho se ha escrito sobre Obregón. Textos magníficos. Y, como de todo gran artista, seguramente se seguirá escribiendo más. Aquí me limitaré a contar una pequeña historia: un momento muy significativo se vive a finales de la década de los 40 cuando Obregón ingresa como profesor de la Escuela de Bellas Artes, adscrita a la Universidad Nacional en Bogotá; era el más joven de los profesores. Esa Escuela era la clara manifestación de que el tradicionalismo se había enquistado en la formación de los artistas colombianos. Poco después lidera una verdadera revolución que concluye con su nombramiento como director de la Escuela; lo que sigue son meses de trabajo frenético de reforma de los planes de estudio, de renovación del cuerpo profesoral desterrando a los viejos maestros y reemplazándolos con jóvenes, quizá inexpertos pero llenos de entusiasmo y de deseos de renovación.
Podría creerse que ese episodio se debiera entender como una de esas frecuentes disputas, que son propias y necesarias dentro de la vida universitaria. Pero quizá ese acontecimiento encierra un significado muy superior: fue el momento en el cual la más alta institución académica de las artes plásticas en el país proclamó que el arte no es repetición sino creación; que no hay inspiración de origen metafísico sino esfuerzo, trabajo e investigación; que no se trata de complacer sino de hacer pensar.
Esas eran, por supuesto, convicciones profundas de ese director jovencito e inexperto que era Obregón, pero también las del artista sólido que ya era entonces. Hasta el final de su vida insistió en que su mayor aporte al arte colombiano consistía en haber pintado siempre, en haber trabajado siempre. Y en hacer pensar acerca de la realidad y de la cultura. Incluso, sin dejar de lado el compromiso político contra la injusticia y la represión. Pero también, con la convicción del valor de los símbolos, una convicción que, no por casualidad, va a estar presente en todos estos nuevos artistas colombianos: y, por supuesto, no solo en los pintores y escultores.
Casi siempre se anota que la exuberancia de vitalidad, que fue la marca fundamental de su trabajo, fue también su punto débil, sobre todo cuando en la etapa avanzada de su obra decidió abandonar la pintura al óleo y la cambió por acrílicos que la hicieron cada vez más veloz, con lo que perdió también parte de su poder reflexivo.
Pero se debe reconocer siempre lo esencial: su potencia cambió la manera de pintar en Colombia, creó nuevas estructuras de composición e hizo explotar los colores. “Bodegón en amarillo”, de 1955, en la colección del Museo de Antioquia, manifiesta en un nivel de excelencia las búsquedas y los hallazgos de Alejandro Obregón.
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