Ciberespacio

Resulta curioso. Quienes hemos estudiado la virtualidad le tememos, como a pocas cosas, a una sociedad automatizada y teledirigida. No quiero romantizar el momento de conexiones extremas que vivimos hoy. Hago un llamado filosófico urgente. 

La primera vez que se usó la palabra ciberespacio fue en una novela distópica de ciencia ficción: Neuromante, de William Gibson. Corría el año 1984 y mientras el mundo veía aproximarse la ficción totalitarista escrita años atrás por George Orwell, un nuevo mundo emergía de la red de redes. Descrito como una alucinación consensual, una representación abstraída… una complejidad inimaginable.

Como si quisiera arrancarnos el corazón, Gibson describió: “Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja”. 

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Me sorprenden, por estos días, las reflexiones tardías por el mundo digital. El futuro, como llamamos a Internet, tiene más de 30 años y tuvo que llegar una pandemia para que comenzaramos a comprender su importancia. Aquellos “gomosos” que sabíamos de tecnología de repente dejamos de ser profesionales que vivían en otro mundo para vivir en el de hoy. Pero, pocos advirtieron un peligro: en el fondo, somos unos románticos de la presencialidad

Sin miedo a equivocarme puedo decir que todas las personas que defendemos palabras como virtual, digital, internet y ciberespacio, solemos, con frecuencia, temerles a las sociedades autómatas y teledirigidas, a los mundos vigilados donde siempre es posible el control. Lo sabemos porque hemos gastado largas horas leyendo ciencia ficción, viendo series como Black Mirror, Mr. Robot y una cantidad de películas que nos han dejado preguntas esencialmente filosóficas por la virtualidad como una posibilidad de la existencia, por el ser y los derechos digitales. 

Aplaudo el momento que vivimos. Que nos estemos llamando y acortando distancias. Que la tecnología sea una extensión de nuestros cuerpos, que hoy nos miremos al espejo y encontremos a unos cíborgs afectivos que dicen amarse. Que tengamos nuevos amigos para enviarnos poesía. Pero, no por ello debemos desconocer que Internet no es un servicio público universal y que mientras unos estamos conectados, para otros la brecha de inequidad se vuelve cada vez más grande.

Tampoco debemos ponernos una venda en los ojos y creer que porque no vemos la maldad ella no existe: en el ciberespacio habita la humanidad con todas sus dualidades, identidades, bondades y problemas. Y, aunque decimos en forma de chiste que “la privacidad es un lujo del siglo pasado”, la paranoia no es mentiras: todo puede saberse de nosotros y existen tecnologías capaces de, en el nombre de palabras como la salud y la seguridad, violar los derechos que durante años hemos conocido como humanos. 

Me cuestiono si todas esas personas que hoy están asombradas por lo que hemos logrado en virtualidad, se han detenido a preguntarse por la neutralidad de la red, ¿cómo nos afecta? Si sabrán que Internet tiene un gobierno y que se construye por medio de unas capas que pueden derrumbarse como un efecto dominó. 

En 1999 Gordon Graham escribió ‘Internet: una aproximación filosófica’. Para aquel entonces se preguntaba: ¿es Internet un invento nuevo o novedoso? Hoy sabemos que es nuevo porque modificó las formas de transmitir conocimiento y nuestros sistemas productivos. Porque nos puso retos y nos obligó a adquirir nuevas habilidades y porque nos transformó como sociedad. Representó un momento único para la historia: fue la primera tecnología en alterar los sistemas de transmisión y los sistemas de producción conocidos por la humanidad. 

Hoy sabemos que una tecnología es nueva y relevante cuando tiene la capacidad de modificar nuestras maneras de sobrevivir e Internet lo es. Ahora tenemos el reto de resignificar sus usos, de hacer preguntas por nuevas humanidades y de regresar a preguntas filosóficas de base. ¿Quién soy yo en el ciberespacio? ¿Cuál es mi identidad? ¿Existen los derechos digitales? ¿Podemos hablar de humanidades digitales? Serían cuatro buenos caminos para comenzar. 

Por: Perla Toro Castaño

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