Antes, uno podía ver impunemente “El Hombre Nuclear” o “Centella”, pero la fanfarronería de algunos psicólogos o pedagogos fue cambiando esa lógica, y hoy por hoy ha sido bendecida la idea —hasta no hace mucho, materializada en un comercial institucional en que dos vaqueros, en una taberna, se arrepentían por haber estado a un ápice de pelear— de que no puede mostrarse un puño durante la llamada “franja familiar” de la pantalla chica.
Producto de la bienintencionada cruzada —pero cruzada al fin y al cabo— es que existan los canales infantiles en que, exclusivamente, se emiten series inocuas y rosáceas para espectadores que no sólo no ven una gota de sangre —ni siquiera el puñetazo— sino que, a cambio, aprenden todo un catecismo de valores y lecciones enciclopédicas. No hay mejor ejemplo de ello que Discovery Kids, canal cuya insignia son las aventuras de Barney, aquel dinosaurio morado que ocupa sus tardes en aleccionar a un grupo de niños que se divierte con él después de la escuela. Y, sin embargo, a pesar de toda la teoría de la violencia en la televisión, “Barney y sus amigos” no se escapa de ser otra pésima influencia para los niños: lo único que enseña el saurio es que detrás de todos los actos debe existir una justificación moral, y que la diversión nunca puede ser gratuita; si sus amiguitos humanos leen libros, el bicho no destacará la oportunidad de conocer historias magníficas sino la de compartir los volúmenes (y tanto le dará Og Mandino como Julio Verne), y si los niños comen frutas él hará apología de una nutrición sana, y no de los sabores deliciosos. Barney es un cartujo atormentado, suelto en un jardín, y como padre sentí orgullo cuando mi hijo, a los dos años y por su propia cuenta, declaró que dicho programa era “maúco”.
Pero la cosa no acaba con aquel animal (que debió extinguirse como todos sus congéneres). En otros canales y bajo parecidas intenciones se exhiben personajes que también pretenden la corrección infantil. En “Dora, la exploradora”, una niña sabihonda busca enseñar inglés a sus televidentes, pero la verdad es que su ejemplo no va más allá del de un latinoamericano arribista que desea ser gringo a través de un lenguaje contaminado: en las frases de Dora lo único que se ve del inglés son modismos y palabras tontas acomodadas al final de las frases (okey?). Al ver uno la piel morena de la niña, así como su pelo indio, enseguida piensa en esos personajes de novela mexicana cuya aspiración es ser del gran mundo, persuadidos, con esnobismo geográfico, de que el país de los aztecas pertenece a Norteamérica.
Finalmente, ni se hable de aquellos programas —dos o tres por canal— en que los personajes niños logran ser héroes gracias a la irredimible falta de atributos de los padres, hechos de una materia en que se han amasado estupidez, ignorancia, frivolidad, indiferencia y brusquedad; cuadros dramáticos de vidas familiares dementes que, en verdad, no suscitan nada más legítimo que el deseo de escapar de casa.
Bien se ve que, si de lo que se trata es de ver la televisión como catecismo o cartilla de urbanidad, habría que aceptar que ella nunca ha dejado de ser amenazadora, pues en los casos de su supuesta mejoría apenas ha cambiado las patadas por las patrañas. De modo que lo más recomendable resulta ser relajarse y esperar el turno de poder ver el próximo partido de fútbol (ya habrá ocasión, en la noche, de desenmascarar a algún Power Ranger con una frase contundente al lado de la camita infantil).
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