Qué mala energía me produjo una columna firmada por Paola Ochoa en El Tiempo esta semana. Destila amargura.
No por la única razón que a mi juicio tiene, en el sentido de que la población negra –el Chocó es una dolorosa muestra- ha padecido por años el abandono del Estado y la indiferencia de la sociedad. (Lo del Estado ausente es cierto, en esa y en otras regiones y lo de la sociedad indiferente, también, con todo lo que no está frente a la punta de su nariz, sea cual sea su color).
Lo digo por la sobredosis de cizaña que siembra: “Ser negro en Colombia es mucho peor que ser negro en cualquier lado. Peor, incluso, que en Estados Unidos, uno de los países más racistas del globo terráqueo”.
Por partida doble me siento ofendida: porque soy una de las muchísimas colombianas (y colombianos) que estamos convencidos de que en este país todos cabemos y desde nuestras orillas por ello trabajamos, y por lo tanto no encajamos en estas afirmaciones: “Nos vale huevo que unos negros ‒que además son pobres‒ no tengan carreteras, hospitales, energía o acueducto… Nos importa cinco que no tengan baños o que vivan en casuchas que se derrumban con un chubasco… Nos importa un comino que tengan hambre, que los maten los narcotraficantes, que se prostituyan sus hijas y madres…”.
E igual me siento ofendida, porque la vida mía no sería la misma sin la presencia y las enseñanzas de un ser humano maravilloso que vino de Tutunendo a formar parte de la familia, desde mucho antes de que la mayoría de nosotros llegara al mundo. (Estoy segura de que ella y sus vecinos, integrantes de una raza que históricamente ha sufrido la discriminación, prefieren que no les dediquen defensas con doble filo). Por eso no admitimos el ‘nos’ con el que la columnista se escuda para decir lo que, de otro modo, no se atrevería:
“Los negros nos dan asco. Nos hastían, nos fastidian, nos repugnan hasta el cansancio… Tal vez por eso los insultamos a diario con nuestro vocabulario… Como si ser negro fuera una epidemia, una enfermedad que se contagia como la lepra. Un castigo divino que solo 4 millones de personas tienen la desgracia de recibir en este mundo: nacer en Colombia y en un cuerpo de color”.
(¿Por qué no lo dice en primera persona?)
Y, además, me siento brava, porque dejé de lado la emoción y el sano orgullo que quería desgranar en este espacio, por la excelente participación de Colombia –la mejor en la historia- en los Olímpicos de Río. Sobre todo porque casi todos los integrantes de nuestra delegación deportiva, ya habían ganado medalla cuando más alto, más lejos y más fuerte vencieron la adversidad.
Tres medallas de oro –de origen antioqueño los tres medallistas, ¡hurra!-, dos de plata y tres de bronce, y 19 diplomas olímpicos -otorgados a quienes clasifican en los ocho primeros lugares de cada disciplina-, constituyen un palmarés que no tiene desperdicio. En especial porque, con contadas excepciones, tales reconocimientos los ganaron competidores provenientes de la Colombia profunda, que tuvieron que abrirse camino a pulso. (No tiene sentido negar que aquí faltan oportunidades para los negros; también para los blancos y los cafés con leche). Y alcanzaron la cima, el mundo entero sabe de ellos (para mayor furia de doña Paola). Por sus propios esfuerzos, en primer orden, pero también gracias a diversas y oportunas ayudas. Entre ellas, el apoyo económico del Estado que en los últimos años, si bien no ha llegado a los niveles ideales, sí ha sido determinante para que los atletas de alto rendimiento sobresalgan. (Están los cuadros comparativos que sustentan tales progresos). Y eso hay que reconocerlo y celebrarlo.
Con un salto largo como el de Caterine, con un llanto feliz como el de Figueroa, con una sonrisa serena como la de Mariana… Bañados en agua de oro como todos los demás.
ETCÉTERA: Así que no acepto las felicitaciones de Paola Ochoa: “Felicitaciones país hipócrita, desleal y oportunista”. Se las devuelvo, como aconseja el Buda.
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