¿De manera, pues, que cuando Petro deje la jefatura de Estado, la gorra que le sirvió de techo de invernadero mientras le pelechaba la coronilla, podría ser reconocida como patrimonio cultural? ¿Y el Mirado #2 con que nos señala, también? ¡Madre mía!
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“Este sombrero es un símbolo de paz. Será patrimonio. Este es un patrimonio del amor. Así que queda entregado al pueblo colombiano, que es su dueño”, anunció con voz trémula el militante Presidente, al entronizar en una urna de cristal igualita a la de la Espada de Bolívar, el sombrero aguadeño que el exjefe guerrillero, Carlos Pizarro, dizque llevaba consigo cuando sufrió el atentado que le costó la vida. (Algo concreto sí se trajo de Suecia). Y digo “dizque”, porque para tragarse el cuento de las reliquias variopintas que se ofrecen por montones aquí y allá –mechones, retazos, astillas y demás-, se requieren altas dosis de un fanatismo del cual carezco.
Así que gracias, don Gustavo Francisco, se le abonan las buenas intenciones -si es que son ellas las que lo motivan a imponer sus sentimientos a cincuenta millones de compatriotas-, pero conmigo, que soy del pueblo, no cuente para rendirle pleitesía ni al sombrero, ni a usted, ni siquiera a la espada. Ni a nada, ni a nadie. Le devuelvo el regalo –no me identifico con él, no me siento representada por él; no me mueve la aguja, como diría Leyva Durán-, bien pueda y lo cuelga encima del televisor de la residencia privada, está en todo su derecho de prenderle velas y quemarle incienso.
(¿Habrá pensado que este nuevo objeto de culto que se encontró, para muchos colombianos, las víctimas, representa una herida abierta? Lo dudo, si así fuera no se hubiera empeñado en ahondar nuestras evidentes divisiones, con el reconocimiento forzado de este “patrimonio del amor”. A propósito, qué triste papel el del ministro de Cultura, Juan David Correa -imposible haberlo imaginado-, fungiendo ahora como primera línea del Club de Fans del jefe).
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Carlos Pizarro fue firmante de la paz, se reincorporó a la vida civil y, cuando le dispararon al interior de un avión, era candidato presidencial y estaba en plena actividad de campaña. Con todas las de la ley y a los ojos de todo el mundo. Eso se le reconoce, tuvo la visión y la decisión de dejar las armas cuando ya el M-19 hacía mucho había dejado de ser un movimiento de universitarios rebeldes y románticos, para convertirse en un grupo armado que delinquía y era experto en asestar golpes publicitarios, el último de los cuales –la toma del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985-, desencadenó la serie de episodios más traumáticos de la historia reciente colombiana.
Una página ingrata que el mismo Pizarro habría querido ayudar a pasar, de lo contrario no hubiera dado el paso que dio hacia la democracia. Lástima que algunos de sus camaradas de entonces (a-l-g-u-n-o-s), se empeñen en vivir en el pasado y en sacar provecho a su memoria, a su historia, a su sombrero. A la brava y en un país que no está para hincarse de rodillas.
ETCÉTERA: Cantaba Gardel: Yo arrastré por este mundo/ La vergüenza de haber sido/ Y el dolor de ya no ser/ Bajo el ala del sombrero/ Cuántas veces, embozada/ Una lágrima asomada/ Yo no pude contener… Al que le caiga el guante…, se la dedico.