/ Etcétera. Adriana Mejía
Hoy amanecí avergonzada. Hoy y muchos días. Sólo que a veces es llevadero, se levanta uno optimista gracias a la existencia de personas excepcionales. Pero otras, el hecho de pertenecer a una sociedad que, no contenta con destruir el planeta y maltratar a los animales, explota a sus integrantes más vulnerables, da ganas de no cambiarse la piyama.
Lo sucedido hace unas semanas en Dacca ilustra la perversidad que caracteriza a la brecha, cada vez mayor, que separa el Primer y el Tercer Mundo. Este último, inmenso, porque además de albergar a los países subdesarrollados: pobres, pobrísimos, alberga también a los denominados en vías de desarrollo: pobres, pobrísimos, con élites de ricos, riquísimos. (Colombia, por ejemplo). Pero no es la riqueza el problema, ni se trata de satanizar a los ricos, riquísimos de aquí y de muchas otras esquinas del globo, que entre ellos hay quienes anteponen la decencia a las utilidades. El problema es la pobreza. La brecha que marca límites infranqueables.
Está bien que haya regiones poderosas y multinacionales exitosas. Siempre y cuando se bajen de la nube del “todo vale” y adquieran conciencia –entre otras cosas– de que ningún semejante es tapete que se pueda pisar y que la esclavitud no tiene justificación.
Sobre la tragedia de Bangladesh (Dacca es su capital) que hizo vociferar por varios días a la comunidad internacional y de la cual ya poco se habla, es necesario refrescar algunos detalles, así sea para alimentar la memoria, tan precaria y selectiva en las inmediaciones de los altos círculos.
Cuando grandes empresas –del Primer Mundo, claro– descubrieron que para aumentar sus ganancias había que abaratar costos de producción, se acordaron del Mundo del otro lado, del Tercero. Crearon, entonces, fuentes directas de empleo en esos países remotos: Pakistán, India, Bangladesh… (China es capítulo aparte), o contrataron con terceros una mano de obra cuya valoración transgrede el concepto de la vergüenza.
Conquistadores llegaron dizque a sacar de la miseria a poblaciones que, convencidas de que peor que ser explotadas es no serlo, acceden a trabajar sin descansos, sin horarios y bajo condiciones infrahumanas. Por un salario mínimo de 38 dólares al mes que, comparado con los 15 mil millones de euros que las confecciones produjeron el año pasado solo en Bangladesh –el 80 por ciento de sus exportaciones proviene del sector–, resulta una cifra doblemente ofensiva. (Para completar el infortunio, este pequeño territorio situado en el Delta del Ganges, pierde cada año miles de habitantes durante la temporada demoledora de los ciclones).
Si bien las grandes textileras, varias de ellas abanderadas de esta modalidad malsana, tienen razón cuando alegan ser ajenas a las políticas laborales de los países obreros, al aprovecharlas, las fomentan. Engordan balances a costa de millones de costureros: hombres, mujeres y niños –3.5 en Bangladesh– que dejan la salud y la vida por el dólar diario que reciben. (En la fábrica de esta historia fueron obligados a morir –en sentido literal– cerca de mil trabajadores que sabían, y así lo habían advertido a los capataces, que el edificio les caería encima).
Y les cayó. Y el mundo ahí.
Y los consumidores, campantes, seguimos al pie de la letra el adagio “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero no somos inocentes. No lo seremos mientras sigamos comprando trapos de marca a precios de saldo, sin exigir etiquetas que certifiquen que las fábricas de las que provienen –asiáticas casi todas– cumplen los estándares del trabajo justo. Entretanto esta garantía sea posible, colaboremos con la dignidad de los explotados dejando de consumir productos de las firmas cuya ceguera voluntaria es un secreto a voces. Es lo mínimo que les debemos a tantas víctimas.
ETCÉTERA: Los primeros cien años del Hospital San Vicente de Paúl son una de esas noticias excepcionales que nos calientan el alma y nos motivan a colgar la piyama. ¡Salud!
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